“Periodismo y poder constituyen dos caras de una misma moneda. En la medida en que el periodista se compromete con la realidad que describe, deberá enfrentar necesariamente al poder. Son discursos divergentes que en algún momento se volverán antagónicos. Y este enfrentamiento, contrariamente a lo que puede suponerse, no se da solamente en el caso del denominado periodismo político, donde la relación con el poder es más inmediata. También quienes escriben las crónicas policiales deben lidiar con el ‘espíritu de cuerpo’ de los uniformados, así como los que ejercen la crítica cinematográfica están expuestos a las presiones de los grupos editoriales o la industria del cine y quienes escriben sobre fútbol deben soportar el lobby de los clubes más poderosos.”
El autor del texto encomillado es Hernán Vaca Narvaja, periodista cordobés, docente y autor de varios libros de investigación. Sus afirmaciones están incluidas en un dossier editado por la Universidad Nacional de Río Cuarto con el título “Periodismo y Poder. La encrucijada ética de una relación tortuosa”.
La cita viene a cuento por la recurrente conflictividad entre dirigentes de primera línea (también de segunda, y aún de baja importancia) y periodistas que proponen ejercer su oficio con recursos que la profesión ha aceptado como válidos desde tiempos inmemoriales. No le fue fácil a Heródoto –el gran historiador de la Grecia clásica, tal vez el primer periodista– ejercer su condición de cronista de lo que sucedía en su tiempo. Sus conflictos con el poder no fueron diferentes de los que sortearon incontables periodistas a lo largo de la historia.
En los últimos tiempos, es interesante asistir al debate acerca de cuáles son los límites, si existen, en el arte de preguntar u opinar desde los medios en relación con instituciones y personajes del Poder. Ya son casi cotidianos los enfrentamientos entre máximos líderes en el mundo (Trump, Bolsonaro, Putin, etc.) y periodistas de medios que tienen la mala costumbre de hacer preguntas incómodas, cargadas de información en muchos casos y muchas veces también de críticas. El periodista, escritor y docente español Carlos González Reigosa resumió que “la labor de la prensa es traspasar la superficie plana de la política, atravesar la fachada de la vida pública y ofrecer la verdad honda que hay detrás, es decir, la verdad que hay detrás de esas imágenes más o menos prefabricadas que le llegan al ciudadano y que amparan a quienes nos gobiernan o aspiran a gobernarnos. Cada vez que una verdad se abre paso desde la oscuridad hasta la luz del conocimiento público, se ennoblece y acrecienta la función de los medios de comunicación”.
He ahí la definición acerca de los límites, que solo existen cuando transgredirlos puede afectar la intimidad de las personas. Fuera de esa intimidad, preguntar –y verter opinión en la pregunta– es un derecho y una obligación de cualquier periodista que se precie de tal. Por cierto, al hacerlo se asume una responsabilidad y una obligación: dejar en claro cuál es la posición de quien pregunta, cuánto de su inquietud se basa en lo que el público merece saber, y qué intereses externos a la profesión tiñen sus demandas.
En definitiva, este ombudsman vuelve una vez más a defender a ultranza el derecho del periodista a saber, que no es otro que el que merecen sus destinatarios; es decir, la gente. Ese derecho coexiste con la obligación que tienen los que ejercen el poder de responder cuando se les pregunta sobre la gestión que desarrollan. En ese juego de derechos y obligaciones, quien debe ganar no es el periodista o el funcionario sino el destinatario de la información requerida. Lo demás es lo de menos, hojarasca, mero maquillaje para esquivarle el bulto a lo que importa.