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La niña santa

Como si fuera la reencarnación de Krishnamurti, Martel invita a los oyentes a transitar los caminos y a conversar con sus semejantes.

Al principio de Un destino común, un libro reciente que recopila algunas de sus intervenciones orales, Lucrecia Martel cuenta que la madre siempre quiso viajar por el mundo dando conferencias. Finalmente fue la hija quien terminó haciéndolo, gracias a su obra como cineasta por la que es ampliamente admirada en el mundo. Martel tiene carisma y ha trabajado inteligentemente en su persona pública, pero también tiene humor. La madre, para dar un ejemplo de estos rasgos, reaparece en el libro para decirle que no puede estar dando siempre la misma conferencia y se sorprende al saber que más de dos mil quinientas personas se anotaron para escuchar su disertación cuando le dieron el doctorado honoris causa en la Facultad de Arquitectura. Martel maneja muy bien una modestia que no es falsa, sino que está elaborada con gracia: hay orgullo en la comunicación de su popularidad, pero también autoironía.

El libro está dividido en tres partes. La primera agrupa conferencias un poco más antiguas y más técnicas, en las que Martel desarrolla algunas ideas sobre su práctica, especialmente alrededor del sonido, al que le da más importancia que a la imagen, así como privilegia el espacio para encontrar una alternativa al manejo del tiempo. Por otra parte, retoma la vieja confrontación de los independientes contra un cine basado en las recetas de guión y en la teoría del conflicto, instrumentos que se han generalizado aun más desde que el medio audiovisual está prácticamente en manos de las plataformas. Martel declara no ser cinéfila y le pide a los futuros cineastas que miren a su alrededor en lugar de encerrarse a ver películas.

La segunda parte está dedicada a tres charlas de Martel con distintos interlocutores: el director argentino César González, la directora catalana Carla Simón y la periodista Leila Guerriero. Si con Simón, Martel puede hablar de algunas preocupaciones comunes a ambas, las conversaciones con González y con Guerriero son lo menos interesante del libro ya que frente a estos interlocutores le sirve de poco mostrar su apertura a las ideas de los demás. Mientras González la chantajea con su victimismo y sus consignas sobre el cine de la lucha de clases, Guerriero exhibe una egolatría molesta y encara la charla como un intercambio de entre dos divas.

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Lo más atractivo, en cambio, es lo más reciente: una serie de cuatro conferencias pronunciadas mientras trabajaba en su última película, el documental Nuestra tierra, que se acaba de estrenar en el Festival de Venecia. Allí Martel despliega sus inquietudes y revela su talento para fascinar al público con un estilo retórico propio, basado simultáneamente en la sencillez y en la audacia, que también resulta original porque juega con dos enfoques contrapuestos. Por un lado, como si fuera un predicador apocalíptico, Martel predice un futuro nefasto para el cine, la sociedad y el planeta, porque la humanidad se ha convertido en espectadora de una tecnología que le impide entender el mundo y que genera cambios e injusticias cada vez más profundos y peligrosos. Pero por el otro, como si fuera la reencarnación de Krishnamurti, ese gran conferencista y santo ateo, Martel exhibe un rostro optimista e invita a los oyentes a transitar los caminos y a conversar con sus semejantes, en particular con los que piensan distinto.