El título parece malo pero el libro es muy bueno. Alguien que canta en la habitación de al lado es una colección de ensayos de Alan Pauls que reúne artículos recientes publicados en distintos medios. No es lo mismo haberlos leído aislados que hacerlo ahora, cuando la sinergia lograda por la acumulación permite apreciar que el autor tiene una manera de entender y practicar su oficio. Pauls habla de escritores a partir de dos premisas. Una es que sus textos tienen que decir algo distinto sobre la obra de sus protagonistas, algo que permita apreciarlas de otro modo, algo que no está en la vulgata escolar, académica o periodística que se asocia con cada uno.
Y eso vale tanto para los grandes nombres, como Kafka, Arlt o Roussel como para sus contemporáneos, como Guebel, María Moreno o Héctor Libertella. De hecho, uno podría recomendar el libro como una gran introducción a la literatura porque la empresa de Pauls cumple con una no declarada misión pedagógica al no decir lo que se va a encontrar en todas partes sino algo propio, original. Es cierto que un ensayo solo se justifica si desafía lo que suele repetirse a propósito de su tema, pero Pauls lo hace con particular maestría. Los capítulos dedicados a Copi, a Bustos Domecq, a Virginia Woolf o a Mansilla, entre otros, son de una excelencia particular.
La segunda premisa tiene que ver con el modo en que Pauls logra que los ensayos cumplan con su propósito. Su método (porque se trata de un método) consiste en integrar la vida en la obra metiéndose de algún modo en la piel del escritor para mirar su escritura desde adentro, por así decirlo. No es que Pauls se dedique al espiritismo, pero algo de espiritismo hay en esas interpretaciones que parten de un extenso conocimiento de la biografía de los escritores de los que se ocupa. Entre los pocos capítulos que se apartan de la forma ensayo, hay en Alguien que canta en la habitación de al lado dos entrevistas, las dos muy sustanciales. Una es a César Aira, quien declara que solo se puede hablar de un escritor cuando se ha leído tanto la obra como la biografía, los diarios, la correspondencia, los testimonios de sus contemporáneos y los libros que leía. Pauls cumple cabalmente con ese requisito y puede decirse que lo demuestra: solo se entiende a un escritor si uno se deja abducir voluntariamente en el magma de su sustancia mental en relación con la literatura.
Aira declara también algo que le agrega un toque cómico al diálogo: su repudio por los teóricos franceses que leyó en su juventud, con los que lamenta haber perdido el tiempo. Solo Lévi-Strauss se salva de la maldición, que incluye a Lacan, Deleuze, Barthes, Derrida, Lyotard, Sollers y Kristeva. Lo gracioso es que en otra parte del libro Pauls declara que Barthes es su escritor favorito y con él practica su sistema con particular precisión.
La otra entrevista es también muy estimulante. Es a Laura Ramos, que fue allá por los ochenta una cronista de las frivolidades porteñas y en estos años se reinventó como historiadora amateur con un libro sobre las hermanas Brontë y otro sobre las maestras de Sarmiento. Pauls la elogia con entusiasmo y el encuentro produce el deseo de leer inmediatamente a Ramos y a muchos de los autores de los que se ocupa antes de que choquen los planetas.