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Culpables

Lobos al acecho

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Padre de la filosofía política. Thomas Hobbes publicó su obra cumbre: Leviatán. | cedoc

En el desarrollo de la historia humana el Estado es una necesidad, como lo advirtió hacia 1651 el pensador inglés Thomas Hobbes, considerado el padre de la filosofía política, cuando publicó su obra cumbre: Leviatán. Resumió su idea en una frase: “Librado a sí mismo el hombre se convierte en lobo del hombre”. Sin un árbitro que intervenga y regule las interacciones humanas, pensaba Hobbes, los más fuertes se comen a los más débiles y finalmente, incluso ellos quedan solos y sin posibilidad de sobrevivir. Con el Estado vienen las leyes, cuya función esencial no es favorecer intereses facciosos sino limitar a cada uno para bien de todos. Las disfunciones y malas praxis que, sobre todo desde la aparición de la moderna democracia, hacen del Estado un botín del gestor de turno y conducen su navegación en direcciones que terminan por enriquecer y dar poder a unos (los menos) y empobrecer y privar de posibilidades mínimas a otros (los más) favorecen la creencia de que el Estado es innecesario, salvo para dos o tres funciones que eximan a los integrantes de la sociedad de toda responsabilidad, y que resulta un obstáculo cuando les exige sus deberes hacia la comunidad y marca los límites de su libertad, ya que ésta siempre topa con la presencia de los otros.

La ignorancia y la desmemoria

La combinación de una larga serie de gestiones ineficientes y corruptas (condiciones inseparables entre sí), durante varias generaciones llevó a creer que el Estado es una molestia a menos que resulte útil a intereses propios. Cuando eso ocurre en tiempos de hedonismo y narcisismo pandémicos, de egoísmo serial y de devastadora indiferencia hacia el otro, es decir el prójimo, es decir el próximo, es decir el vecino, el compatriota, el humano conviviente, queda fertilizado el terreno para que broten demagogos populistas (de izquierda y derecha, seudorrevolucionarios y también libertarios) y prometan paraísos en los que, según el caso, el Estado será una enorme y generosa teta de la que todos podrán mamar, sin necesidad de procurarse el sustento a partir de sus recursos y talentos y de un propósito existencial, o, por el contrario, el Estado será eliminado, reducido a una mínima cuestión testimonial que se gestionará (sin rozar siquiera intereses, deseos y prioridades personales) como una empresa eficiente y lucrativa. En su ensayo Los enemigos íntimos de la democracia el historiador y lingüista búlgaro Tzvetan Todorov (1939-2017), escribe: “Podemos constatar en qué medida es pernicioso el eslogan de moda que sugiere ‘hay que gestionar el Estado como una empresa’. Entendemos que lo que quiere decir es que debemos tratar sus diferentes servicios, con la única perspectiva de la rentabilidad material”. Las experiencias en ese sentido terminaron siempre haciendo más ricos, y más concentrados, a los ricos y más pobres, y más numerosos, a los pobres. Es que las empresas tienen como finalidad, más allá de su actividad, la ganancia económica, mientras que el objetivo del Estado es atender necesidades de la comunidad. Como señala el economista británico Raj Patel en su libro Cuando nada vale nada, si el fin es la ganancia material, las personas se convierten en medios, meros instrumentos que pueden ser usados y descartados, mientras que cuando ellas son el fin, todo lo demás, en este caso también el Estado, son medios. Y justamente para poder cumplir con su función la organización que tiene como meta a las personas debe ser eficiente y rentable. Y la mayor organización concebible con ese fin es el Estado.

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Como este aparece en el centro de los debates políticos durante el actual período electoral, conviene señalar que el problema no es el Estado, sino cómo y quiénes lo gestionan y para qué. Los que lo vienen haciendo ya mostraron desembozada y repetidamente que es para su propio pecunio. Quien ahora promete destruirlo a martillazos, incendiarlo o manejarlo con leyes de mercado tampoco parece recordar las razones de su existencia. El problema no es el Estado, sino sus gestores. Algo que una masa crítica de la sociedad suele olvidar. Con el riesgo de terminar viviendo en una manada de lobos.

*Escritor y periodista.