En el paisaje español un nuevo sujeto ha pasado a ocupar la centralidad: los chalecos naranjas, la versión local de los gilets jaunes, los chalecos amarillos franceses que a partir de 2018 se apropiaron de la calle. Ambos fenómenos están vinculados al aumento de los precios de la energía y su efecto en las capas medias, en el caso de Francia, y a los transportistas en la protesta española.
En la raíz de las manifestaciones francesas, estaba el descontento por el precio de los combustibles que afectaron a un sector desplazado de las grandes ciudades por el aumento del costo de la vida y las limitaciones del campo laboral. Esas familias dejaron sus pisos urbanos y compraron viviendas lejos de los lugares de trabajo con la ventaja de ganar cierta calidad de vida, disponiendo de casas más amplias y un entorno natural, pero invirtiendo más tiempo en los desplazamientos, tanto a diario por las obligaciones como los fines de semana, buscando alternativas de ocio y realizando las compras de abastecimiento. El aumento del combustible puso en jaque ese circuito que reciclaba un modo de vida anterior y la indignación dio pie a un movimiento espontáneo, que creció exponencialmente y fue rápidamente infectado por expresiones de la derecha radical que protagonizó sucesos violentos de una intensidad no vista desde el mayo francés.
La situación dio lugar a una paradoja a la hora de negociar una salida. Por una parte, el movimiento era horizontal, con lo cual, extremistas al margen, cada decisión debía ser consensuada de manera asamblearia y no había un interlocutor, sino un colectivo que expresaba demandas a las que, las propuestas del gobierno se catalizaban en un proceso lento. En la administración, por su parte, se daba y perdura, una nueva plataforma política implantada por el presidente Macron, donde él mismo encabeza una estructura que carece de aparato político, con lo cual se vio obligado a negociar de manera improvisada, en solitario, con una comunidad sin cabeza. La tensión se relajó, pero las consecuencias se verán en las próximas presidenciales.
Los chalecos naranjas de España, al contrario que el fenómeno francés, tienen una vanguardia en los grupos de ultraderecha y de una agrupación afín que nuclea a un sector de los transportistas pero que han encontrado eco en el resto del circuito del transporte y del campo que se asfixia con los precios de los combustibles y el resto de las energías. Vale apuntar que el precio de la energía en general, espoleada por el coste del gas que arrastra a la electricidad, ha disparado la inflación después de muchos años de calma con el precio del dinero rozando el cero y esta dinámica, fácil de entender desde una economía como la argentina, ha hecho saltar todas las alarmas y puesto en marcha el descontento.
En Francia, la ultraderecha quiso apropiarse del malestar; en España, los colectivos afectados por la nueva crisis, cooptaron a Vox y sus satélites desbordándolos.
El conflicto de Ucrania, después de la sensibilización que ha representado el azote de la pandemia, pone en acto el rostro feroz de la economía de guerra y, sin reparos, posterga a un segundo plano el coste humano del enfrentamiento. El factor de la energía sin duda es un elemento central, pero es un lado más de un conflicto poliédrico donde está en juego el eje euroasiático con China como interlocutor interesado entre Rusia, Estados Unidos y Europa.
La relativización de la contienda e incluso, la mirada sesgada de los motivos que la alientan, contribuye a arrinconar aún más a Europa que actúa con gestos lentos y reacciona tarde a la transformación de su matriz energética. Los chalecos amarillos y naranjas, surgidos desde un reclamo genuino, abren un espacio en el que se relativiza el contrato social y se cuestiona el constitucionalismo. La sintonía, tácita o expresa, de Le Pen, Zemmour, Orban y Abascal con Putin, e incluso, el vínculo con las compañías energéticas rusas de, entre otros, exprimeros ministros como Gerhard Schröder o François Fillon, es decir, lazos políticos o económicos del campo democrático recortan el espacio cada más débil del sistema.
Los chalecos amarillos y naranjas advierten lo cerca que estamos de la indumentaria parda.
*Escritor y periodista.