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Los muros están dentro nuestro

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De Berlín a Buenos Aires viajaron veinte bloques. | twitter

La sorprendente historia de que se mantenga en la Argentina el mayor tramo del Muro de Berlín que queda en el mundo cobra un renovado interés al cumplirse treinta años de su caída y, con ella, la del comunismo en casi todo el planeta. Que ese histórico monumento del siglo XX esté en la recepción del edificio de Editorial Perfil (ver cómo en página 70) está relacionado con que la misma noche que cayó y nació un nuevo orden mundial, la madrugada del jueves 9 al viernes 10 de octubre de 1989, en nuestra redacción se estaba escribiendo una página del periodismo argentino con el nacimiento de la primera edición de la revista Noticias, que con los años se convirtió, y lo sigue siendo, en la mayor newsmagazine de habla hispana. También, por sufrimientos personales en relación con la falta de libertad y la censura que padecimos durante la dictadura militar, expresión sudamericana de la Guerra Fría entre Estados Unidos y la ex Unión Soviética, de la cual el Muro de Berlín fue su mayor corporización internacional.

Nos sensibilizó haber sido víctimas de la clausura de la revista predecesora de Noticias, y de la detención, primero en el campo de concentración El Olimpo y luego con la orden de detención a disposición del Poder Ejecutivo, de su director, lo que nos permitió comprender inmediatamente que la caída del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría significaban la definitiva consolidación de la democracia en Sudamérica, que había llegado a la Argentina seis años antes pero todavía estaba amenazada porque Pinochet aún presidía Chile y en Argentina ese mismo 1989 había sucedido el sangriento intento de copamiento del cuartel del ejército de La Tablada conducido por el ex comandante del ERP Enrique Gorriarán Merlo, en el que murieron 37 guerrilleros, nueve militares y dos policías.

Inmediatamente asociamos el Muro de Berlín a la censura y no solo a que los de un lado no pudieran pasar al otro, sino que tampoco pudieran pasar las informaciones e ideas. Cuando el Muro fue levantado, en 1961, en Europa y Alemania, todavía semidestruida por la herencia de Segunda Guerra Mundial, no existía televisión comercial, apenas un incipiente canal estatal, y la circulación de informaciones se concentraba mayoritariamente en diarios de papel que, al impedirse su transporte, se los prohibía.

Los muros tuvieron mucho que ver con el periodismo en la historia. Los primeros diarios fueron escritos en los muros cuando no existía la imprenta y las murallas que rodeaban las ciudades oficiaban de superficie de papel. Las primeras publicaciones fueron murales, como las primeras pinturas fueron en las paredes de la prehistórica caverna de Altamira.

Los muros también fueron instrumento de la construcción social y de las ciudades. La vida incivilizada era extramuros. No es casual que la masonería eligiera como escudo de su logia un muro.

Trump, en su idea de un muro que separe a Estados Unidos de México, no fue original, desde Adriano (frontera norte del Imperio Romano), Qin Shi Huang (la gran muralla china), Nikita Khrushchev (Muro de Berlín), cada uno en su momento dijo: “Construiré un muro”. También la Unión Europea moderna tiene un muro que la separa de la inmigración de Africa, con la valla que divide a Marruecos del enclave español de Melilla.

Desde Troya hasta Jericó. Desde el Gueto de Varsovia hasta el Campo de Refugiados Palestinos de Shuafat, en las afueras de Jerusalén tenían un muro. Desde el Kremlin hasta el Vaticano están amurallados. La frontera entre la dos Corea, entre India y Pakistán, o en Chipre entre la parte administrada por los griegos y la de los turcos, en todos los casos de la misma nación y los mismos pueblos separados por una división política, tienen un muro que los separa. También hay un muro separando el barrio de protestantes y católicos de Belfast, en Irlanda del Norte. Y con igual propósito está el menos costoso muro de arena en la frontera entre Mauritania y Marruecos. Y la lista sigue: otro muro entre Arabia Saudita e Irak, entre Cisjordania e Israel, entre Uzbekistán y Kirguistán y entre Irak y Kuwait.

Pero los muros más numerosos y actualmente más preocupantes son otros tipos de rupturas: los muros culturales, semióticos, biológicos, los que, con la excusa de proteger la identidad de grupos, construyen fronteras mentales. Un muro, real o simbólico, da seguridad pero a costo de pagar el precio de resignarse a no tener horizonte.

Los fosos son otra forma de muro, como nuestra repetidamente mencionada grieta argentina. Muros internos que son más eternos por ser inmateriales que los de cemento o alambre de púas, y por tanto más difíciles de deconstruir. Los muros son también instalaciones narcisistas porque separan el centro (lo valioso) de la periferia (lo antivalioso, los bárbaros). Abren brechas entre el bien y el mal construyendo una “tapialógica” política que los argentinos sufrimos exacerbadamente desde hace años y es la principal causa de nuestra falta de desarrollo. Las barricadas y las trincheras son parte de la “murología” que “narrativizan” la identidad respondiendo a conceptos como enemigo, amenaza, propiedad o derecho.

Es que la pertenencia se define en su relación mutua de oposición y codeterminación dialéctica entre identidad-alteridad y homogeneidad-heterogeneidad. Iuri Lotman escribió que la identidad cultural del sujeto “se automodeliza constantemente, produce su propia legitimidad, elige y perpetra su canon y sus estructuras, intenta controlar (traducir) la multiplicidad que le es inherente y, al mismo tiempo, construir su propio espacio externo”.

En nuestra subjetividad se encuentran otras formas de fronteras que no requieren barreras físicas para poder cumplir eficazmente el papel de limes imponiendo un límite. El Muro de Berlín, además del mayor símbolo del siglo XX, es también una metáfora de todos los muros que no veamos pero están, sobre los que el periodismo tiene especial obligación de hacer visibilizar.

Ahora que en Argentina se produce un cambio de gobierno, el trigésimo aniversario de la caída del Muro de Berlín nos permite reflexionar sobre los costos de las divisiones.