Si para la economía argentina existe un “delito” económico que perdura en el tiempo es la inflación, madre de muchas batallas perdidas en nombre de la distribución del ingreso, el aliento a las políticas industrialistas proactiva y más recientemente, la invocación al Estado presente. Sin embargo, en todas las encuestas figura como la principal preocupación de la ciudadanía y hasta existe una correlación negativa entre la inestabilidad monetaria y el caudal de votos obtenido por el oficialismo de turno. ¿A quién beneficia, entonces, un sistema que produce una tasa de aumento de precios que solo en el 15% de los últimos 75 años fue de un dígito anual?
Responder a esta pregunta ayude quizás a entender por qué es tan difícil volver a la normalidad universal, aun cuando el mundo hoy se desespera por tasas de entre 7 y 8%... anual en países desarrollados, que pagan así la salida de emergencia durante la crisis de la pandemia.
El viejo adagio criminalista de quién saca provecho de un crimen es quien probablemente lo haya impulsado, fue acuñado por el filósofo hispano Séneca, luego senador del Imperio Romano y utilizado a menudo por Cicerón “cui prodest scelus, is fecit”, sintetizado luego como “qui prodest” en las técnicas de argumentación. ¿Podemos seguir el rastro de los que eventualmente, se benefician de un IPC que hoy vuela al 117% anual (si el 6,7% de marzo fuera idéntico, once meses más o bien 82%, si se repitiera el primer trimestre de este año durante todo 2022)?
Habría que distinguir entre las conductas predadoras y las defensivas que se van generando: cláusulas gatillo en los convenios colectivos, indexación en los contratos de servicios, tasas de interés nominales que recogen o proyectan la tasa de inflación, digamos de supervivencia frente al fenómeno que erosiona el poder adquisitivo. Las primeras son las que, bajo la sombra de la inflación, aprovechan para sacar un rédito adicional según sea su posición dominante en el mercado, la ruptura del principio de la transparencia (porque la dinámica de los precios altera la capacidad para poder informarse y comparar adecuadamente) o el exceso de cobertura para trasladar el riesgo exclusivamente a una de las partes.
Muchas veces se acusó a las estructuras oligopólicas en la producción argentina de empujar para arriba los precios. Es cierto, sobre todo a raíz de prebendas y una baja apertura comercial de la economía, pero eso explicaría un escalón más alto en algunas industrias (bienes terminados, autos, acero, textiles), pero no su velocidad de ajuste.
Existen fórmulas por las cuales es más importante el mecanismo de actualización de los precios del contrato que el valor inicial y esto va aplicado no solo a los salarios (donde saca ventaja la fuerza negociadora de un sindicato o la debilidad de la contraparte), sino también a los contratos de obra pública, a veces extendidos en el tiempo sin razón valedera para disparar los a-nexos de mayores costos. Eso da mayor volumen de “seniority” a los negociadores y lobbystas que a los comerciales. A la confección de una mejor herramienta de sincronización financiera que a los innovadores originales. Algo muy lógico en una economía que sigue funcionando a pesar (y no gracias a) una inflación de casi tres dígitos anuales.
Pero quizás el que más saca provecho de este vértigo en los precios sea el primer motor de este derrotero: el propio Estado que a través de sucesivas iniciativas fue creando un agujero negro imposible de financiar con los recursos habituales generados por una economía cuya capacidad contributiva fue fotografiada en el pico de su productividad, pero hoy añora aquellos años de estabilidad monetaria, pleno empleo y pobreza marginal.
Para este entramado administrativo y legislativo de gastos crecientes e ingresos que corren de atrás la generosa disposición de lo ajeno, encontrar una fórmula inteligente para desarmar esta emboscada económica y establecer un sendero sustentable de desarrollo y equidad es imposible de realizar sin un acuerdo político amplio y sólido. De lo contrario, necesitará de lo que antiguamente se atribuía no a una “buena cosecha salvadora” sino a varias, o sino a que algún chivo expiatorio canalice el rol del malo de la película para que otro golpe inflacionario licue lo que no se pudo ordenar a través del diálogo y la negociación. El tiempo corre a pesar de que no tomar ninguna decisión al respecto es, en definitiva, dejar que las fuerzas sociales y del mercado ajusten por sí solas. Una gran renuncia de la política a su responsabilidad.