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Multicausalidad de un fracaso

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Frazada corta. Aumentan los tironeos por la suba de precios. | EFE

La inflación nunca fue la prioridad para la política económica del gobierno de Alberto Fernández. Como tampoco lo fue para muchos otros que lo antecedieron. Pero lo políticamente correcto era expresar que sí estaba en sus objetivos a cumplir.

En un país en que la inflación fue uno de los dos rasgos característicos de los últimos 75 años (el otro fue el estancamiento económico relativo y absoluto), haberse propuesto en serio terminar con un flagelo que en el mundo recién apareció tímidamente con las políticas expansivas durante la pandemia (en los Estados Unidos pasó el 7,9% interanual en febrero y el 7,4% en España, por ejemplo) debería haber inspirado a tomar medidas de gobierno muy diferentes.

Para empezar, sería difícil abordar un fenómeno que el propio Martín Guzmán calificó de “multicausal” sin un comando unificado. Como anteriormente hicieron Cristina Fernández de Kirchner y Mauricio Macri, Fernández evitó tener Ministerio de Economía poderoso y loteó esa repartición en varias secretarías promovidas al escalón superior. En el manual de la democracia argentina, figura que todo titular del Palacio de Hacienda con algún éxito se convierte en un rival poderoso para su jefe. Solo basta pensar en los dos últimos que llenaron ese formulario: Domingo Cavallo y Roberto Lavagna. Ambos, eyectados de su cargo por disputas políticas con los presidentes de ocasión, Carlos Menem y Néstor Kirchner a pesar (o culpa de) sus buenos resultados iniciales.

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La otra causa de este fracaso repetitivo fue el error de diagnóstico. Hasta el padre de la democracia recuperada, Raúl Alfonsín y de quien el Presidente Fernández se siente tributario, pagó con creces esa falta de apreciación profesional de quienes lo asesoraban (y de él mismo) cuando tuvo que girar 180 grados y dar de baja la orientación militante del ministro Bernardo Grinspun y su equipo y reemplazarlo por el de Juan V. Sourrouille, calificado despectivamente como tecnócrata por la facción desplazada. No había mucho margen de maniobra: la inflación llegaba al 30% mensual cuando en la Plaza de Mayo declaró la “economía de guerra” y avaló el luego aparecido Plan Austral. Cuatro años después, la renuncia de Sourrouille y la defunción del inicialmente exitoso plan de estabilización, disparó la hiperinflación y la derrota política del radicalismo en las elecciones de 1989. Pareciera ser que solo la dirigencia política asume que hay dinámicas económicas incontrolables cuando ya es evidente lo que para el resto de la población es cotidiano.

Menem también prometió el salariazo y la revolución productiva, pero también tuvo que acudir a un ministro todopoderoso (Cavallo) y un plan drástico (la convertibilidad) cuando la segunda híper en dos años terminó con el plan Bónex y una crisis financiera de magnitud.

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El todavía discutido diagnóstico de la crisis terminal de la convertibilidad (también una multicausalidad) tiene su ingrediente político basado en el incremento del endeudamiento público durante la segunda parte de la década y las rigideces con que debía convivir la estructura productiva. Pero la complejidad no se lleva bien con el relato y fue mejor atribuir su hundimiento a un presidente débil (De la Rúa), un ministro obcecado (Cavallo) y la fidelidad al denominado “Consenso de Washington”, piedra filosofal de lo que se denomina el “neoliberalismo” en todas sus vertientes.

La inflación de marzo pasado arañará el 6% y la proyección anual romperá el techo del 60%. La consultora C&T que anticipa con su medición estas cifras la colocó en 5,4%. Probablemente sea ése y no otro el ajuste no deseado fruto del corsé fiscal comprometido con el FMI. Mientras las armas para pelear esta nueva “guerra” contra la inflación sean el control de precios, las listas sugeridas y las cuotas de exportación, solo podrá obtener alguna batalla ganada en el cortísimo plazo. Luego, será otra derrota para no desentonar con las décadas en que la agenda económica no incorporó, en serio la estabilidad de precios como un logro. Y, siguiendo la biblia de gestión, no se controla lo que no se mide, es destacable la transparencia con que el Indec está trabajando luego de los dibujos patrióticos de otra época. Un indicador que debería estar en el tablero de instrumentos de la gestión del “equipo” que integra, como uno más, el ministro Guzmán, que por ahora indica las inconsistencias de la política económica más que la avaricia de los remarcadores de precios. En eso, seguro que no hay diferencia con lo que toca armonizar en otras latitudes, con aburridísimas tasas de inflación de un dígito anual.