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Los votantes no son tontos

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Leandro Santoro, Myriam Bregman, Javir Milei y María Eugenia Vidal debatieron esta semana en la señal de noticias del Grupo Clarín. | Debate en TN

Valdimer Orlando Key fue un politólogo estadounidense pionero en la investigación empírica sobre procesos electorales. Presidente de la Asociación Estadounidense de Ciencia Política y docente de la Universidad Harvard y de la Universidad Johns Hopkins, se convirtió en uno de los mayores cientistas sociales especializado en el análisis de los resultados de una votación y llegó a ser conocido como el líder del “movimiento conductual” en estudios políticos.

En 1942 publicó la primera edición de un ensayo que tuvo varias reediciones y se convirtió en un clásico de la teoría política: Política, partidos y grupos de presión, en el que enfatizaba que la política era una suerte de concurso y que los principales participantes eran los grupos de interés organizados. Este trabajo permitió rediseñar el estudio de la Ciencia Política al introducir la importancia del realismo político, o realpolitik, la influencia de los grupos de interés y la observación focalizada del comportamiento de los votantes para establecer mejores niveles de análisis estadísticos y predictivos de una elección.

Key sostenía que en el largo proceso que se inicia cuando comienza una campaña electoral, los debates entre candidatos suelen estar sobredimensionados: pueden lograr un alto impacto mediático y generar un gran efecto en la opinión pública pero, salvo algunas excepciones, solo permiten confirmar conceptos preestablecidos entre los votantes y, de ese modo, reforzar el status quo que existía antes de que los políticos intercambiaran propuestas y opiniones frente a las audiencias.

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Aunque es cierto que Key se concentró en un escenario de posguerra, cuando la televisión iniciaba su reinado y ni siquiera se sospechaba el alcance que tendría la estrategia digital de una campaña electoral, la lectura de sus trabajos invita a reflexionar sobre el impacto real que puede tener en las urnas un debate que se realiza entre candidatos que disputan una elección.

Sobre este interrogante estarán consultando en los próximos días los principales encuestadores de la Argentina, cuando se propongan confirmar si el debate llevado a cabo esta semana en los estudios de la señal de cable del Grupo Clarín provocó alguna consecuencia sobre los votantes de la Ciudad de Buenos Aires.

Los debates logran impacto pero sólo confirman preconceptos de los votantes.

Al ser los representantes de los gobiernos anteriores y también de la actual gestión, María Eugenia Vidal y Leandro Santoro monopolizaron gran parte de la jornada al polemizar mutuamente, con acusaciones cruzadas sobre los pasos en falso dados por las presidencias de Cristina Kirchner, Mauricio Macri y Alberto Fernández.

Vidal se mostró estructurada, siguiendo un guión previamente fijado y buscando imponer su agenda sin salir de las pautas establecidas en su campaña. Santoro tuvo una noche más complicada, no en términos argumentativos, sino en la difícil tarea de defender el desempeño de un oficialismo errático en pandemia y muy fragmentado tras la reciente derrota.

Pero ambos hablaron para su propio espacio. Por eso, para los votantes de Juntos por el Cambio, Vidal ganó la disputa, y para los militantes del Frente de Todos, el triunfador fue Santoro. Conclusión: parecería ser que ambos lograron evitar fugas pero en ese esfuerzo podrían haber perdido la posibilidad de sumar apoyo de sectores independientes.

Por otra parte, Myriam Bregman pudo haber sido la más beneficiada. La líder de izquierda se esforzó por polemizar con Javier Milei con la clara intención de arrebatar algo de su electorado. En cambio, el libertario estuvo perdido y no pudo conservar la impronta de la versatilidad mediática y la potencia carismática que demostró durante la reciente campaña.

Bregman sacó a relucir la experiencia acumulada en este tipo de arengas ideológicas y puede haber sumado el voto bronca, o anticasta, que apoyó a Milei. Mientras que el líder de Avanza Libertad, que se convirtió en la sorpresa de las PASO, confirmó que se desempeña mejor en un diálogo sin intermediarios con sus electores y que la argumentación de ideas en vivo y en directo puede complicar su estrategia.

Es verdad que se trató de un formato atractivo, que tuvo picos de alto rating y brindó momentos interesantes para los telespectadores. Pero lejos estuvo de la desmesurada atención que logró el primer debate político televisado en Argentina desde el regreso de la democracia.

Se vio un debate interesante, pero lejos estuvo del que tuvieron Caputo y Saadi.

El 15 de noviembre de 1984, el país se paralizó para ver en dos de los solo cuatro canales de aire de entonces, al canciller radical Dante Caputo y al senador peronista Vicente Saadi debatir sobre el futuro del Canal de Beagle y sobre el plebiscito que iría a definir la soberanía de tres islas australes, en disputa con Chile.

“Usted va a encontrarse con un episodio inédito, porque estamos siendo protagonistas de un acontecimiento histórico. Nunca antes un hombre del gobierno y otro de la oposición habían decidido aceptar la idea democrática de chocar sus ideas, esta loca idea de que los que no piensan igual se encuentren”, anunció en la grandilocuente presentación el showman Bernardo Neustadt, a cargo de la moderación y en tono con un discurso que empezaba a ajustarse a los términos posdictatoriales.

El resultado del debate fue contundente: la falta de solidez de Saadi y la clara preparación de Caputo ayudaron a que el plebiscito, impulsado por Raúl Alfonsín, ganara por 82% contra 17%.

A nivel mundial, los primeros debates televisivos se dieron en Suecia a fines de los cincuenta. Pero una década más tarde se produjo un hito, cuando el 26 de septiembre de 1960 se transmitió el primer debate presidencial televisado de Estados Unidos entre John Kennedy y Richard Nixon.

El republicano se veía cansado y nervioso. No quiso maquillarse y se lo notó desmejorado. En cambio, el demócrata aparecía relajado, con un lenguaje corporal convincente y lucía impecable frente a las cámaras. Representó un verdadero quiebre de paradigmas para el futuro de las reglas de la comunicación política: los que escucharon por radio encontraron a Nixon ganador, pero los que vieron la televisión, que por su masividad se convirtió en un acontecimiento potente y decisivo, señalaron a Kennedy vencedor.

La elección presidencial no dejó dudas: Kennedy ganó con el 56% de los votos, contra el 40% de Nixon.

En los debates no hay marketing que resista: aparece la esencia.

Más allá de los efectos que los debates puedan tener entre los electores, lo cierto es que terminan siendo incontrastables. Y ese es su verdadero servicio: los políticos se muestran tal y cómo son en realidad y, por más que se esfuercen, no pueden ocultarlo lo inevitable.

Es que en ese formato, preparado para el ritmo vertiginoso de la televisión y sin que nada pueda escapar a la vista de los votantes, los candidatos pueden opinar desde agendas de Estado hasta asuntos triviales pero en algún momento dejarán al descubierto su inteligencia o torpeza, sus aciertos y errores, sus alegrías y frustraciones.

No hay marketing que resista: en los debates aparece la esencia de cada candidato. Y eso, hay que decirlo, es muy bueno para la democracia.

Se trata de un fenómeno que ya había sido anticipado por Key en su obra póstuma, El electorado responsable: racionalidad en el voto presidencial 1936-1960, cuando sostuvo que en los debates, los electores terminan decidiendo en base a una racionalidad política establecida y no sobre estímulos psicológicos generados en el calor de la discusión emitida desde los estudios de televisión.

“El argumento perverso y poco ortodoxo de este pequeño libro –concluyó el gran politólogo– es que los votantes no son tontos”.