En La rosa púrpura del Cairo, una película de las miles que hizo Woody Allen, sucede un hecho extraordinario: un personaje del film que está viendo insistentemente Mia Farrow (actriz fetiche, mujer, ex mujer de Woody) sale de la pantalla y traba relación con ella. Algo similar me pasó a mí cuando una tarde en un bosque pampeano me encontré cara a cara con Misael Saavedra, personaje de La libertad, primer film de Lisandro Alonso. Estábamos ahí porque íbamos a filmar un corto de Alonso, y Misael y yo habíamos sido convocados para “actuar” en él. Pongo el verbo actuar entre comillas porque en las películas de Alonso nadie ha actuado nunca todavía. Como sabemos, la poesía, la filosofía y la religión estuvieron en el mismo bolsillo antes de que llegara la especialización. El cine de los Lumiere es documental pero es también narración: tiene algo físico que, cuando lo comparamos con el cine enlatado que vendrá, parece poseer un excedente. Hay algo en ese cine que parece más que cinematográfico. Las películas de Lisandro poseen esa misma cualidad. Y no sólo porque están filmadas en 35 mm –un formato que obliga a ser certero– sino porque hay algo de irreductible en su argumento, en su decisión estética y política. Para Alonso, pienso, todo el cine adocenado de Hollywood es tan condenable como el travelling de Kapo. Y mientras en esta época los relatos se quiebran, se fragmentan en la voracidad de la vida cotidiana, sus películas parecen luchar por restaurar la mirada horizontal –pero de una verticalidad ontológica– del plano largo. Y también reflexionan sobre la duración. Aunque parecen miméticas con la vida, en realidad, por la negatividad de sus argumentos, nos enfrentan a ciertas preguntas: ¿Cuánto debe durar un plano? ¿Cuánto se sostiene una vida antes de entrar en la entropía universal? ¿Cuánto demora en desaparecer una familia? ¿Cuál es el hombre verdadero, el expulsado o el colectivo?
Las películas de Alonso son lentas, como esos jugadores de fútbol excéntricos que no practican el atletismo ni los anabólicos y prefieren pensar antes que correr de más. Los argumentos son demasiado simples. Un hachero es seguido en sus jornadas en las que corta árboles para venderlos mientras vemos cómo caza, come y caga. En otra, un hombre sale de la cárcel y retorna a la casa de su hija a través de un río. En otra –y uno piensa que siempre es el mismo hombre– un embarcado vuelve a su casa natal –un aserradero en medio de la nieve–, donde lo espera una hija retrasada y su madre anciana. Muchas películas, me dijo Alonso, partieron de una imagen, de los deseos de narrar en determinadas zonas geográficas. No mucho más. T.S. Eliot decía que la poesía debe haber surgido de un salvaje tocando su tambor ritual. Los artistas, si son buenos, drenan de su técnica su metafísica.