Cada vez que recrudecen las críticas al gobierno de Macri –el pico anterior fue previo a la balsámica aparición de los bolsos de López en el monasterio–, se escuchan reproches a la comunicación o a la instrumentación de las medidas. Muchos opinan que se debió comunicar de forma diferente para lograr adhesiones y convencimiento. Mientras que otros consideran que el problema lo generó una mala instrumentación de las medidas porque se debería haber hecho en dosis más espaciadas o con distintos procedimientos.
Consciente o inconscientemente, ambas críticas comparten una consecuencia común: salvar a Macri de la responsabilidad de las medidas utilizando de pararrayos a los ministros o asesores. Aranguren, con su frontalidad, es un gran pararrayos pero es obvio que la decisión no fue de él. Esa elaboración emocional, mayoritaria en la parte de la sociedad que votó a Macri, es comprensible: nadie que haya invertido en la compra de una casa, un auto o cualquier bien costoso aceptaría a los siete meses haber hecho la peor inversión o haberse equivocado, y elegir a un presidente disruptivo con el orden precedente es una enorme inversión para todos aquellos cuya calidad de vida cotidiana depende de lo que haga ese presidente.
Pero desde esa perspectiva algo negadora y algo más confortable, el problema nunca estaría en el “qué” de las medidas sino en el “cómo” de su pasaje a la práctica. Cuando en realidad el verdadero problema está en las cuestiones muy de fondo, aunque difíciles de digerir, como que la mayor parte de la población padecerá una reducción en sus ingresos reales porque la economía argentina se encaminaba a un ajuste debido a que su déficit fiscal venía aumentando año tras año. En alguna medida, “es un 2002 en cuotas”, como había anticipado Lavagna cuando el kirchnerismo quiso corregir el retraso de las tarifas y el dólar –la “sintonía fina” de 2012– y, al ver la reacción contraria de la población, decidió entregarse al facilismo de posponer el problema, asumiendo también ese día que no iba a continuar en el poder después de diciembre de 2015.
El cacerolazo del jueves a la noche, aunque incomparable en términos cuantitativos, tuvo un déjà vu de 2002: fue por cuestiones económicas y fue heterogéneo políticamente. Y al igual que en 2002, las protestas de las personas generan efectos políticos como acortar la vida política de determinados funcionarios y/o de un gobierno, pero no podrán torcer el rumbo de lo inevitable, en este caso una reducción de la capacidad de consumo. En 2002, la caída de esa capacidad vino por una inflación cercana a la actual (41%) pero sin paritarias. En 2016, las paritarias fueron en promedio un 15% menores que la inflación (30% contra 45%) pero las tarifas de los servicios públicos, que en 2002 prácticamente no se pudieron aumentar, en 2016 vinieron a agregar una pérdida del salario real.
El poder de compra del salario no se constituye directamente por el valor en dinero de éste, sino por el subsidio o no que tengan los productos que se consuman. En la ex Unión Soviética, donde el salario de las personas con estudios universitarios no alcanzaba los 100 dólares mensuales, no había pobreza, porque el transporte y todos los servicios públicos eran proveídos sin costo por el Estado agregándole al salario mucho más de lo que se recibía en dinero. Sumado a subsidios en todo tipo de productos que, al venderse a precios infinitesimales, había cupos de compra limitados y colas interminables para adquirirlos. Así como “altitud corrige latitud”, en las temperaturas acercándose al ecuador, “precio corrige cantidad” porque si el precio es inferior al costo, escasea el producto.
Se podría simplificar diciendo que si la Argentina arrancó 2016 con un déficit de alrededor del 8% del producto bruto y un déficit sustentable sería del 3%, los argentinos deberemos consumir el 5% menos.
¿Pero quién ganaría las elecciones prometiendo bajar el consumo un 5%? O ya en el gobierno, ¿quién no perdería apoyo más rápidamente si le dijera a la población que no hay más salida que apretarse el cinturón? Por eso, el problema del Gobierno no es de comunicación, hay temas que no se pueden comunicar.
En el macrismo aplican una frase de Macri cuando era presidente de Boca: en ciertas circunstancias hay que “hacerse el boludo”. Y cuando dicen “estamos aprendiendo”, en realidad es “vamos probando y cuando el paciente grita mucho, paramos y comenzamos el ajuste por otro lado, donde se sienta menos el dolor”, pero finalmente los sueldos reales bajarán.
Y el ajuste es mayor a ese 5% del déficit fiscal a reducir, porque desde hace varios años se había estancado el empleo privado a partir de que los salarios argentinos en dólares habían alcanzado un nivel superior a los de nuestros vecinos y países con similar competitividad, haciendo que no fuera rentable invertir para la mayoría de las empresas. La cantidad de trabajo también corrige por su costo.
Un ejemplo es Rosario con la prohibición a los supermercados de abrir los domingos, el día de mayor consumo. El sindicato cree que las horas extras que perderán serán compensadas con otras mejoras en futuras negociaciones que conseguirán aun trabajando un día menos, como los continuos feriados. Ventajas que se extinguen porque, a mediano plazo, si una sociedad no produce mejor que otra, no podrá sostener un consumo mayor, aunque se trate de un discurso muy antipático y antipopular.
Hay cierta hipocresía en atribuir a la falta de audiencias públicas el problema del aumento de tarifas. Sería más justo reconocer que el Gobierno cosechó ahora las críticas acumuladas por un aumento significativo de la inflación y por paritarias con aumentos de sueldos por debajo de esa inflación, y que este nuevo aumento de tarifas fue la gota que colmó el vaso.