“Estoy totalmente en contra de las dictaduras como instituciones de largo plazo, pero una dictadura puede ser un sistema necesario para un período de transición. A veces es necesario que un país tenga, por un tiempo, una u otra forma de poder dictatorial. Es posible que un dictador pueda gobernar una economía liberal como también es posible una democracia gobernada con falta de liberalismo. Mi preferencia personal se inclina a una dictadura liberal y no a un gobierno democrático donde todo liberalismo esté ausente. En Chile, por ejemplo, seremos testigos de una transición de un gobierno dictatorial a un gobierno liberal. Y durante la transición puede ser necesario mantener ciertos poderes dictatoriales, no como algo permanente sino como un arreglo temporal”.
(Friedrich von Hayek, inspirador del neoliberalismo, en abril de 1981)
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Chile es el país más neoliberal del mundo. Es el país donde está privatizada la mayor proporción de la vida pública, desde las jubilaciones hasta la mayoría de la educación y la salud: hay 2,5 millones de personas en espera para una consulta médica gratuita, y las AFP (administradoras de fondos de pensión, nuestras ex AFJP), tras varias décadas desde que las impusiera Pinochet en 1981 (capitalizando al 2% anual mientras que la población, cuando toma un crédito, que indirectamente surge de los mismos fondos, debe afrontar tasas del 20% anual), les pagan al 90% de los chilenos una jubilación menor de 144 mil pesos, 64% del salario mínimo. Eso es equivalente a 198 dólares, no muy distinta a la jubilación mínima actual en Argentina, de 13 mil pesos, equivalentes a 200 dólares a 65 pesos pero muy distinta a la que un jubilado argentino tenía antes de las devaluaciones, en 2017, cuando era más del doble: 450 dólares, equivalentes a 7.200 pesos a un dólar de 16 pesos.
Pero el “modelo chileno” de movilidad ascendente, donde la aplicación de políticas neoliberales –con las matizaciones que le aplicaron la llegada de la democracia desde 1990 y los gobiernos de la Concertación, la coalición de centroizquierda que gobernó Chile ininterrumpidamente hasta 2010 con sus cuatro presidentes (Patricio Aylwin, Eduardo Frei, Ricardo Lagos y Michelle Bachelet)– logró mejoras concretas, como bajar la inflación del 30% al 2%, la pobreza del 40% al 15%, y el desempleo del 15% al 7%, murió con las violentas manifestaciones que comenzaron en Chile la semana pasada.
Murió y ahora se reclama un nuevo pacto social que reconozca los efectos secundarios de aquellos aciertos, expresados básicamente en su incapacidad para seguir mejorando un grado de desigualdad que no logra perforar. Palabras como hastío, cansancio, agotamiento, malestar sintetizan la idea de un ciclo cumplido sin que nadie sepa muy bien cómo debería ser el próximo.
La alcaldesa de Providencia, equivalente al intendente de Vicente López en Buenos Aires, Evelyn Matthei, del partido de derecha que apoyó al presidente Piñera, pidió un “profundo” cambio de gabinete pero con integrantes “que vengan de la clase media, que se hayan formado en educación pública, que no sean todos de la Universidad Católica o de la de Chile, que no veraneen en Zapallar (su Punta del Este), gente que haya nacido en provincia y en el fondo tenga mucha más calle”.
Es que Piñera, más allá de sus esfuerzos, representa una especie de neopinochetismo, falto de sensibilidad para entender la época, y él mismo y algunos de sus colaboradores son percibidos como los verdaderos “alienígenas”, y no los manifestantes, así bautizados por la primera dama. Piñera no calibró el significado que tendría enviar a los militares a reemplazar a las fuerzas policiales en el control del orden público.
La historia de Chile es la historia de sus militares: a diferencia de los argentinos, que perdieron en Malvinas, los militares chilenos ganaron todas sus guerras, ampliando su territorio en detrimento de Bolivia y Perú. Cuando Piñera dijo que Chile estaba en “guerra” volvió a encender el fuego que trataba de apagar porque sus militares están mentalmente formateados por la omnipotencia, y la sociedad civil, a pesar de que les teme, no está dispuesta a la misma sumisión de la época de la dictadura, que fue una verdadera fábrica de pobres.
Los militares son una casta privilegiada, primero porque a su presupuesto va directamente el 10% de la venta de cobre, el principal producto de exportación de Chile, equivalente a que en Argentina recibieran el 10% de las exportaciones de soja, y son los únicos que tienen un sistema jubilatorio estatal por fuera de las AFP, a las que el resto de la población está obligada.
Las AFP son el síntoma de la falla, la punta del iceberg de un descontento sumergido que ahora sale a la superficie con espasmos de una violencia inimaginable. No son 20 sino 41 estaciones de subte las que padecieron incendios que tuvieron una acción coordinada y el uso de precursores para generar fuegos de una magnitud imposible para una turba espontánea. Mientras las fuerzas de seguridad iban a reprimir las manifestaciones a Plaza Italia, formalmente Plaza Baquedano, porque allí está el monumento al general del mismo nombre, artífice de la victoria chilena en la mencionada guerra contra Bolivia y Perú entre 1879 y 1884 (nuevamente los militares), los anarquistas quemaban estaciones de subte. La idea que difundió el canciller argentino, Jorge Faurie, sobre que podría tratarse de desestabilizadores cubano-venezolanos no fue compartida por el canciller chileno, el conservador Teodoro Ribera Neumann. El anarquismo es más relevante en Chile que, por ejemplo, Quebracho en Argentina, porque encontró en las reivindicaciones mapuches una causa permanente donde anidar.
A pesar de que su economía creció 4% en 2018 y 2,5% en 2019, en Chile la agenda política cambió de un día para el otro. La alternancia entre dos presidencias de Bachelet y dos de Piñera, una con foco en la redistribución y otra, en el crecimiento, con la que concluyó el período de hegemonía de la Concertación, tendrá que dar paso a otra forma de equilibrio político aún no creada. Mientras tanto, Chile vivirá una situación difícil donde la mayoría de la población reclama que los ricos (los “momios”, así llaman a la derecha conservadora), como en la época de la Revolución Francesa, pierdan privilegios de manera ejemplar y el presidente, quien como en una monarquía reina y gobierna, pierda el absolutismo, primero con un gabinete de coalición y luego con una reforma de la Constitución, todas medidas difíciles de instrumentar.
Los disturbios graves bajaron de 126 diarios a 61 y se produjo antes de ayer solo una de las 19 muertes acumuladas, pero puede ser un impasse para que vuelva la protesta con más fuerza.