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Alfonsín, 10 años

Alfonsín vivo, o la imagen real del hombre de mil dimensiones

Sobrevivió a la década perdida de los años '80 para América Latina, sencillamente porque fue reinventándose después a él mismo y a su partido, hasta su muerte.

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Raul Alfonsin | CEDOC

Lo que habitualmente se recuerda de Alfonsín es su bravura. En especial la actitud que adoptara ante la Guerra de Malvinas, o por haber ordenado, en acuerdo general de ministros, el 12 de diciembre de 1983, el juicio a las juntas militares contra los principales responsables del terrorismo de Estado. También ha quedado grabado en la historia el discurso que pronunciara a favor de los principios de autoderminación de los pueblos y la no intervención en los asuntos internos de los países, en los jardines de la Casa Blanca. O el abordaje, casi arrebatado, del púlpito de Monseñor Medina, cuando éste en un sermón en la Capilla Castrense, jugaba a favor de un golpe de Estado refiriéndose con el lenguaje eclesiástico elíptico y sinuoso a una corrupción inexistente.

También es una imagen de bravura su viaje en helicóptero hacia Campo de Mayo para reunirse con Aldo Rico en la recordada Semana Santa de 1987. Y por supuesto lo es la caminata entre los muertos recibido a los tiros, que para intimidarlo gatillaban los militares, después del asalto al cuartel de la Tablada en 1989. Incluso se inscribe en la página del coraje, no del abandono, el hecho de haber resignado el cargo unos meses antes del término de su mandato, con el fin de sostener la democracia sin que muriesen miles de argentinos, consolidando el sistema, aunque ello fuera en detrimento especialmente de su figura, y de su gobierno, entre tantos otros episodios que fueron sucediéndose a lo largo de su vida.

También está presente, incluido en la memoria colectiva, el Alfonsín posterior al ejercicio de la presidencia, el que una y otra vez volviera al ruedo político e institucional buscando sostener el sistema, y por qué no también a su propio partido. Ese es el Raúl Alfonsín del Pacto de Olivos, el de la búsqueda de consensos aun a costa de la exposición a la crítica y el destrato. Lo es inclusive el Alfonsín que fuera arquitecto de la Alianza, un formidable instrumento electoral, que desbaratara después el gobierno, cuyos actores -funcionarios y dirigentes-  miraron más las encuestas que decían de las preferencias de los encuestados, más que a las necesidades estratégicas, al futuro que en poco tiempo cambiaría los términos del intercambio, prefiriendo permanecer en la convertibilidad.

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El Frepaso fue el que primero abogó por ello. La UCR lo instrumentó después. Y el justicialismo fue el que lo aprovechó.

Sobre quienes se le opusieron en el desempeño del cargo de Presidente de la Nación -y lo sufrieron a él en su resistencia- se recuerda generalmente a los genocidas; a los militares que resistían la pérdida de su poder antes intocable, incluyendo su derecho histórico institucionalizado de dar un golpe; al gremialismo con la CGT de Saúl Ubaldini, que declarara trece paros nacionales consecutivos; a los dirigentes de la izquierda tradicional, que entre sus acusaciones pasaban del desarrollo de la teoría de los dos demonios, a tildar a Alfonsín de represor; al Partido Justicialista, que se mostrara férreo, despiadado, respecto al proyecto alfonsinista de Parque Norte, en especial con la Reforma del Estado que incluía el desarrollo de la fusión de capital público y privado. Por cierto, después en el gobierno de Carlos Saúl Menem se vendieron o dieron en concesión todos los servicios elementales, y las empresas públicas, y endeudando a Argentina como nunca antes (ni siquiera en 1890) hasta ahora, con la llegada de Mauricio Macri, desde luego, un campeón en ese terreno. También dentro de la oposición se hace referencia habitual a las corporaciones económicas empresariales, a los sectores agroexportadores, al capital financiero y bancario que gozaba por entonces de una tasa libor de dos dígitos, la que terminaría de destruir a su gobierno. En fin, tantas cosas y tantos sucesos que es inútil e innecesario enumerar hoy. No serviría para la construcción de una nación.

Por supuesto, también a Alfonsín se lo recuerda, en especial, como el hombre que llevara a Argentina a ocupar el primer lugar en el podio entre todas las naciones del mundo, debido a su reproche efectivo al terrorismo de Estado y el encarcelamiento de los responsables. Nuca se había hecho algo así antes. Y tal vez nunca más se reproduzca una circunstancia así, diríase irrepetible. Lo hizo Alfonsín, ninguno lo hubiera hecho de asumir el poder en 1983.

También la memoria lo pinta, con justicia, como un hombre honrado, honesto con a sus principios. Y como un dirigente político ajedrecista que observaba el tablero pensando permanentemente el movimiento de piezas posterior, que variaría unas cuantas jugadas más adelante.

Pero lo que ha quedado oculto en la memoria, lo que no se recuerda -y es menester hacerlo ya, es este el décimo aniversario de su partida- es que entremezclada y escondida dentro de los escollos que encontrara durante el transcurso de su vida pública,  es la enconada oposición que debió soportar muchas veces, durante y después de su gobierno, de los dirigentes de su propio partido, a quienes había hecho conocer las alegrías de las luces del centro, cuando devolviera a la UCR al poder aquella vez en 1983, y un poco también una segunda vez, en 1999. Algunos de esos dirigentes, además de haber conocido por Alfonsín la alegría de las luces del centro, salieron como quien dice "de pobres", se hicieron ricos, aprovechando su posición de poder, no ilícitamente, pero sí exhibiendo ese poder e influencia.

La Unión Cívica Radical no existiría hoy si no hubiese aparecido Raúl Alfonsín. Existe sí, pero por cierto existe muy poco, demasiado poco, realmente. Debería existir mucho más, sobremanera observando la trayectoria histórica de un partido que puede mostrar entre sus conductores al padre de la lucha por los desposeídos, Leandro N. Alem; al caudillo popular, al primero que defendió a la chusma contra los poderosos, Hipólito Yrigoyen; a Marcelo T. de Alvear, quien no sólo fue presidente, sino que se hizo cargo de la lucha contra el régimen fraudulento de los años '30; a Arturo Frondizi, que implantara un modelo para el desarrollo, prendiendo una luz que los militares apagaron pronto; y desde luego el mismo Alfonsín. Quienes lo celaron siempre -no todos- ostentan hoy en sus cabelleras un extraño teñido de color amarillento. El paso del tiempo derrumba identidades, apaga creencias ideológicas, siempre sucede así, es para muchos una inexorable ley de la vida. Lloraron su muerte cuando Alfonsín se fue pero, de alguna manera, se aliviaron un poco también de lo que creían una carga. Esto porque supusieron que, con su partida, como con la partida del padre, llegaba su momentum. Por supuesto que no era su momentum. Simplemente porque les faltaba un ingrediente llamado Raúl Alfonsín, su líder natural. Su partida los dejó sin ideas, desorientados. En algunos casos, inservibles.

Alfonsín era un tipo -calificativo usado con el mayor de los respetos, no hay otro, era un tipazo- que estudiaba los problemas nacionales, la situación internacional, la estrategia, en consulta permanente, junto a su grupo, y también con grupos no propios, pero que no le eran ajenos. Consensuaba cada aspecto de la vida, incluso el de la investigación. Leía en cada momento del día que podía, incorporando al diálogo político y cultural a personas de diversos campos científicos. Fundamentalmente, ejercía una atracción mutua hacía y con los intelectuales, aspirando a que entre todos pensaran en la forma más adecuada de cómo cambiar la realidad, que para nosotros los argentinos es siempre un poco peor, día tras día. Preparaba su intelecto siempre, aun en su vejez. Incluso escribía (y publicaba) libros y trabajos sobre teoría del Estado, sin ayudas, una actitud que continuó próximo ya su final. Un tipo irrepetible, quizás apenado por una dualidad que lo aquejaba desde siempre: era un líder nacional, de pertenencia de todos; pero también era un dirigente radical. Visceralmente era radical. Y los radicales, especialmente en 1989, no lo querían. Lo consideraban un piantavotos, por el final de su gobierno, la hiperinflación, a la que siguieron consecutivamente dos de Menem.

Recorría el país durante la convertibilidad haciendo docencia sobre los efectos que ella acarrearía. La venta del patrimonio nacional, el endeudamiento, el más importante de la historia hasta que llegara Mauricio Macri y rompiera todos los récords. La falsedad del prometido Primer Mundo. Sus giras atemorizaban a las dirigencias locales. “Si nosotros no hablamos, quién va a hablar”, decía. Pero no querían que hable ni que se apareciera. Además, llevaba al partido hacia la Internacional Socialista, lo que les desagradaba. Después, se desagradaría Alfonsín con la social democracia, porque al contrario que la generalidad de la gente, Alfonsín se fue corriendo durante toda su vida hacia la izquierda, viniendo desde el centro. Un fenómeno exactamente opuesto sucedió con la Internacional Socialista de Felipe González, o Fernando Henrique Cardoso, por caso.

Un ejemplo. En 1992 diagramó una gira por Chubut. Hablaría en un estadio de Trelew y daría una conferencia en el Salón Azul del diario Chubut. El partido radical local, aprovechando que el presidente del Banco de la Provincia de Chubut era un extrapartidario cercano a Alfonsín, le pidió solemnemente que aprovechando un viaje a Buenos Aires para negociar con el Banco Central, impidiera la visita de Alfonsín. El interventor fue, trabajó, y marchó para la oficina de Alfonsín, pequeña, humilde, inadecuada para el hombre llamado "El Padre de la Democracia". Alfonsín era un hombre amable, cortés, obsequioso, pero ese día parecía otro. Estaba escribiendo a mano, no se levantó para saludarlo, guardó silencio, siguió escribiendo, y de pronto soltó un “Usted me viene a pedir que no vaya a Chubut, pero voy a ir, voy a reventar el estadio con una multitud y después el Salón Azul…Ah, ¿Y usted hasta cuándo va a presidir el banco? ¿Qué hace ahí? Cuando termine, venga a trabajar conmigo”. Desde ese día el interventor lo llamó “El jefe”, para diferenciarlo de “El tordo”, Arturo Frondizi.

Efectivamente fue, habló en un estadio repleto, y dio una conferencia en el salón azul del diario. Cautivó a todos, no piantó un voto. El interventor fue un testigo privilegiado de apenas un pequeño acontecer demostrativo de la pasta del Jefe. Con el tiempo sería testigo de aconteceres mayores, continuados y célebres, en su desempeño de vocero. Pero pocas veces como aquella le fue posible advertir la estolidez de quienes no entendían la madera del Jefe, que creían ser cómo él, estar a su altura. Incluso muchos después, en el derrumbe nacional del 2001/2002, le pedirían que los ayudase para aparecer en la prensa, porque no aparecían, suponiendo que Alfonsín -por entonces senador nacional- aparecía como resultado del trabajo del vocero, no por su propia trascendencia. Antes, incluso, a Alfonsín lo echaron, poco más o menos, del Instituto Programático de la Alianza, acusándolo de hiperactividad. La hiperactividad radicaba en que fue el único dirigente que, en soledad, le había pedido al Presidente Menem que no vendiese la acción de oro de YPF a Repsol, entregando por unos cientos de millones de dólares la petrolera, para tapar un agujero fiscal.

Ese fue Alfonsín. El último depositario de una estrategia nacional para el desarrollo, y el constructor de la democracia latinoamericana con su política exterior. El que edificó con José Sarney los cimientos del Mercosur, el del acuerdo del Grupo de Contadora, el que le puso el pecho a las balas de Reagan. El que señaló el rumbo de al Sur, al frío y al mar, el del traslado fallido de la capital -la oposición al proyecto también yacía en su propio partido- el del Plan Houston que encajaba en la política petrolera de 1958/62, y en la estatización del 51% de YPF de la administración de Cristina Fernández de Kirchner.

Exactamente ese, al que no lo dejaron hacer, o no pudo hacer, o no quiso hacer, el que sobrevivió a la década perdida de los años '80 para América Latina, sencillamente porque fue reinventándose después a él mismo y a su partido, hasta su muerte.

Y como persona, Alfonsín fue el más amigo de todos sus amigos. Un hombre que se preocupaba diariamente por la salud de los otros, cuando ya la suya flaqueaba definitivamente. Un ser humano que merece, tomando de memoria la lectura del final de un libro de Vasco Pratolini que cito de memoria, Crónica de mi familia, una verdadera celebración para su querido hermano enfermo que está yéndose en ambulancia hacia su destino final, sin que Pratolini se suba a la ambulancia, porque quería recordarlo vivo.

A Alfonsín también hay que recordarlo vivo.

 

* Abogado. Exvocero de Raúl Alfonsín.