La de Pepe Eliaschev sigue siendo una voz necesaria. No sólo recordada: necesaria. Mucho tendría que decirnos sobre los días que corren. Y mucho nos ayudaría a reflexionar si se hiciera oír. A reflexionar y a discernir. Porque su don era el discernimiento.
Una Argentina todavía a tientas se empeña en dejar atrás los maniqueísmos, las disyuntivas intransigentes, la política entendida como ejercicio de la estafa, la exclusión, la malversación de los recursos del Estado y el encubrimiento del delito. Eliaschev denunció sin tregua las simplificaciones ideológicas. No se cansó de enumerar las perversiones del poder y los poderosos. El envilecimiento de la verdad en la palabra y en la conducta de quienes se autorretratan como voceros de la Nación. Su proceder, sus desvelos, justificarían plenamente su presencia entre nosotros. Las complejidades republicanas, inciertas como siguen siendo en su abordaje y en su despliegue concreto, le resultaban ineludibles como meta del quehacer institucional. Soñaba con ver al país fuera del pantano en que agonizaba.
Consumar la transición del autoritarismo a la democracia incumplida a lo largo de las últimas tres largas décadas fue la exigencia central que Eliaschev le formuló a la política argentina. La muerte le impidió presenciar la derrota electoral del populismo en el año que pasó. Pero intuyó como pocos los desafíos constitucionales que debería enfrentar el ganador de esas elecciones en una nación devastada por el saqueo económico y socialmente envilecida por los abusos del prebendarismo, la escandalosa extensión de la pobreza, la inseguridad generalizada, la impunidad del delito y el arraigo creciente del narcotráfico.
Cultura significaba, para Pepe Eliaschev, conciencia cívica. El conocimiento, cuando no se mostraba investido con los atributos del civismo, era para él expresión exclusiva de capacitación profesional e intereses vocacionales. Sin sustancia cívica, repetía, el conocimiento puede ser fácilmente manipulado por los oportunistas de turno y los demagogos de siempre. Nada le parecía más arduo e imprescindible que contar con maestros. Maestros que nunca son los que enseñan contenidos sino, ante todo, los que transmiten la felicidad y el arte de comprender. Y él sí que era un hombre que vivía la emoción de aprender.
Por lo demás, verlo u oírlo eran experiencias que permitían reconocer, en su enunciación, la vitalidad que en él ganaban estos y otros valores igualmente requeridos por el país que creía necesario. Su elocuencia fue siempre admirable. Amaba nuestro idioma, lo conocía. Sabía hablarlo y escribirlo. Sus lecturas nunca fueron excluyentes aunque sí selectivas. Todos los géneros despertaban su interés. No veía en los distintos registros sino las múltiples configuraciones de una misma urgencia expresiva: la de dar voz al discernimiento del mundo en el que nos toca vivir, de la realidad que condiciona la libertad del hombre, del proyecto que le da o le quita consistencia moral. Pepe Eliaschev nos dejó antes de que esas complejidades republicanas a las que me refería volvieran a encontrar lugar en la gestión del poder político. Pero, al concebir la práctica periodística como lo hizo, contribuyó notablemente a perfilar algunos de sus contenidos imprescindibles. Denunció, antes que nadie, el pacto de encubrimiento firmado con Irán por parte del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. No vaciló en reivindicar el pluralismo como condición de posibilidad de la acción cabalmente democrática. Y lo hizo cuando arreciaba el desprecio del poder sobre aquellos que con más ardor lo defendían. La independencia del Poder Judicial lo encontró siempre entre quienes supieron exigirla. Temía la indignidad, no la prepotencia de los violentos ni la jactancia de los arrogantes. Y siempre unía, a la contundencia de sus denuncias, la lógica férrea de sus planteos.
Mi relación con Pepe Eliaschev se remonta a la década del 60. Cursábamos ambos los veinte años. El, sus inicios; yo, sus finales. Nos reunió el interés por la filosofía. En mí, absorbente y emparentado con el amor a la poesía; en él, muy unido a la atracción por los dilemas de la ideología política. Pepe se incorporó a uno de mis grupos de estudio. Descolló en él rápidamente, en especial por un doble atributo: estudiaba mucho y discutía todo lo que podía aprender. Se hacía escuchar y sabía oír. No olvidaré la vivacidad de sus recuerdos cuando, décadas más tarde, evocaba con notable minuciosidad lo que tanto tiempo atrás me había oído decir o comentar en nuestras clases de antaño. Por lo demás, los colores de una misma camiseta nos hermanaban: la de Racing. Que yo sepa, él nunca había jugado al futbol. Y le sorprendía que yo lo hiciese. Yo bromeaba y le decía que no entendería nada de filosofía si no superaba ese asombro ante el desempeño de su amigo, como arquero. Aquellos años fueron pocos pero nos unieron para siempre. Supimos vernos mucho y dejar de vernos por largos meses. No hubo, sin embargo, distanciamiento. El reencuentro se producía siempre con naturalidad. No había reproches ni pedidos de aclaración por aquellos largos silencios. La emoción del reencuentro siempre podía más. La confianza que nos unía sabía imponerse.
Muy pronto se convirtió Pepe en una estrella del periodismo. Cuando regresó de los Estados Unidos, no necesitó sino unos meses para lograr que su presencia entre nosotros se volviera protagónica. Pasó a ser la suya una de las voces informativas más oídas del país. Identificado con Raúl Alfonsín, logró su reconocimiento. Ninguno de los infortunios del presidente y su gestión quebrantaron la admiración sustantiva que Pepe sentía por él. Por lo que supo hacer y lo que se propuso lograr. Su comprensión de la democracia republicana y su compromiso con ella ganaron hondura y consistencia a lo largo de los años en que, paradójicamente, las fragilidades del sistema, tras la caída de la dictadura en 1983, se hicieron más y más evidentes.
Secular sin lugar a dudas, y ateo, el judaísmo fue para él más que una fe, una emoción irrenunciable, un hecho de conciencia histórica y política, una posibilidad personal y un deber. Por todo ello, una tradición aleccionadora y, en esa medida, insoslayable.
La proyección nacional que alcanzó, potenciada por su imagen televisiva, frecuente durante varios años, se afianzó aun especialmente con su programa radial Esto que pasa; una propuesta coronada por el éxito que hizo de los atardeceres de la ciudad (y del país) un momento privilegiado de reflexión, de información y música de calidad.
Tanto como expresarse a través de la palabra oral, le importaba a Eliaschev hacerlo mediante la palabra escrita. Son incontables sus columnas periodísticas y sus crónicas; sus libros, en los que solía recopilar buena parte de unos y otras, eran, en ciertos casos, fruto de la investigación paciente y ajena a las exigencias de la coyuntura. Uno de los últimos, el que dedicó a los hombres que condenaron a las Juntas del proceso militar por crímenes de lesa humanidad, propone páginas antológicas y la historia argentina así lo reconocerá.
No lo vi morir pero sí lo vi atrapado sin remedio por la enfermedad. Demacrado y lento en aquellas semanas finales, dramáticamente delgado, sólo su voz conservaba los rasgos singulares de su lozanía. Y esa voz tan suya, justamente, es la que tantos de nosotros echamos de menos. La tecnología, por supuesto, la ha preservado del olvido. Pero evocarla es una cosa y escucharla cada día, irrumpiendo en el frenesí del presente, con su sagacidad y su encanto, hubiera sido otra. Extraño al amigo, al celebrante de cada encuentro y a ese espíritu singular en el que reconozco, en su sentido más rico, a un hombre de nuestro tiempo.
*Escritor.