Tuve que quedarme durante un par de días a cargo de la perra de mi hija, una border collie de temperamento apacible y mirada bondadosa. La responsabilidad implicaba proveerla de sus piedritas saborizadas, llenarle el tacho con agua, no olvidar la bolsita juntadora de excrementos (en este país una contravención puede meterte preso) y llevarla a la plaza al menos un par de veces por día para que haga sus cositas a gusto, evitando, en la medida de lo posible, que coma las cositas expelidas por sus congéneres, hábito de lo más difundido entre la raza canina y también entre los humanos de nuestra patria, sobre todo entre aquellos apegados a las cositas que expelen de labios afuera los conductores de los programas oficialistas de radio y televisión.
Conocedora de mi naturaleza desidiosa y distraída, mi hija, antes de entregarme a su persona favorita del Universo me favoreció con un instructivo de cuidados tan abundante y detallado que hubiera asimilado hasta la menos favorecida de las amebas; no obstante, esa abundancia de advertencias y el tiempo empleado en desgranarlas favorecieron el trabajo del olvido, y cuando mi hija concluyó su perorata yo ya solo recordaba las advertencias más enfáticas. Básicamente, el asunto es que a causa de su idealismo extremo la perra no considera a los vehículos como entidades realmente existentes y peligrosas de ser impactado por estas, sino como productos de su fértil imaginación, así que en el momento de emprender el cruce de la calle tenía que mantenerme en la franja peatonal y debía llevarla con la correa bien sujetada y corta, para que sus cuatro patas siguieran el paso de las mías y no se adelantara ni un milímetro. En resumen, nos salvábamos o sucumbíamos juntos a los peligros del tránsito porteño.
Dicho y hecho. Franja peatonal, correa estilo cadena de esclavos, ningún auto a la vista. Comenzamos el cruce, y cuando llegamos a un quinto de la extensión que separa una acera de la otra, veo doblar por la esquina y aparecer a alta velocidad una moto de baja cilindrada. Cascos brillantes. Conductor y acompañante. Ruido de escape libre. El motocromado bólido acelera. Un rápido cálculo mental me dice que si quiero salvarnos de la embestida debo aflojar la correa y tironear de la perra para acelerar el paso, pero entonces recuerdo la admonición de mi hija y cometo un acto de sensatez: sigo a paso redoblado al tiempo que con mi mano libre hago la seña universal de disminución de la velocidad, esto es, palmas hacia abajo, suben y bajan una y otra vez. Tranquilo, flaco, tranquilo. La moto, por supuesto –y en este “por supuesto” anida parte de la tragedia argentina–, no disminuye ni un poco su impulso. Al contrario, el conductor agacha la cabeza y acelera, así que pego un salto y nos salvamos raspando. Mientras pasan, el acompañante motoquero me grita: “Chup…., Lpmqtp pedazo de….” y otra sarta de exhortaciones que el rumor del vehículo no me permite escuchar.
La conclusión es obvia: la incontinencia verbal de un presidente ha funcionado como modelo que expande lo posible en el comportamiento y en el lenguaje, tema que bien podría ser para desarrollo de la próxima columna.