La realidad es siempre de orden extravagante, pero tendemos a no advertirlo porque hay un desajuste entre nuestra cotidianeidad y la naturaleza de lo existente. El Universo es el argumento único y siempre cambiante de la literatura fantástica. Sin embargo, es en la relación entre las personas y la religión donde se destaca ese carácter.
Habitamos una partícula de polvo infinitesimalmente pequeña que forma parte de algo que hace 13.200 millones de años estalló en mareas de gas que se expandieron a través de la nada preexistente. Una sopa de moléculas originarias dio lugar a la formación a lo que es y lo que fue, y hubo agua y organismos unicelulares que derivaron en seres que no nos gusta reconocer como antecesores y que evolucionaron hasta convertirse en lo que somos. Nuestro pulgar pudo separarse de nuestro dedo índice y tomar cierta autonomía, lo que nos permitió construir armas que sirvieron para abatir bestias más poderosas que nosotros, habilitándonos a sobrevivir como especie, lo que de ninguna manera significaba tener el futuro asegurado. Por eso nos dedicamos a inventar dioses y a ponerlos en distintas posiciones de acuerdo y disputa por las respectivas primacías ultra o supraterrenas, lo que parecería indicar que el espíritu religioso es una forma proto-política.
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A medida que nos ibamos multiplicando y organizando, las distintas sociedades y etnias fueron eligiendo entre quedarse con una sola divinidad todopoderosa como principio rector, o distintas divinidades de poderío relativo que disputaban entre ellas por nuestros relativos castigos. Entre ambas invenciones, el monoteísmo terminó siendo más incivilizado que el politeísmo, porque el ojo único omnipresente no te deja lugar a la sombra donde esconderte si te mandaste una macana, y el cumplimiento de su ley te conduce a las guerras santas. Por eso, todo monoteísmo guarda un politeísmo reprimido que entroniza santos y vírgenes y espíritus a los que implorarle.
Pero más allá de las religiones instituidas, dentro de la parafernalia de extrañezas no dejan de ser interesantes las que alientan dones proféticos y verdades reveladas. Todo eso forma parte del orden personal y resulta inocuo. Lo grave es cuando un inspirado por aquellos desvaríos alcanza una porción del poder y la sociedad no llega a discernir cual es la cura para el daño.