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“Mentime que me gusta”, solía decirse en otro tiempo. ¿Me parece a mí o eso ha ido cayendo en desuso? La frase aparecía más que nada en contextos de conversaciones personales, ligadas a las formas aparentemente ilógicas que son propias de las pasiones. Así, por caso, el enamorado quería escuchar de su amada que nunca, que por nada, que jamás iba a dejarlo; o a veces la enamorada le pedía al amado que le dijera que sí, que en efecto, que sin duda alguna ella era la mujer de su vida. Uno y otro sabían perfectamente bien que eso que pedían que les dijeran, que eso que necesitaban escuchar, no era verdad en sentido estricto: que si las cosas no iban bien, ella sí: lo dejaría; que en la vida de él había habido otras mujeres y que no entraba a comparar ni se ponía a armar un ranking. Era mentira y era sabido, pero existía la necesidad de escucharlo de todas formas. Era mentira, pero no importaba: las palabras, como tales, complacían. Era mentira, pero se pedía igual: mentime. Mentime que me gusta. ¿Me gusta que me mientan, dicho así, en general? No, en general no: decime esa mentira que me gusta que me digan.

Eran intercambios personales, del ámbito de la intimidad. Pero si algo parece haberse trastornado a lo largo de estos años, y en razón de las nuevas tecnologías en buena medida, es el reparto de lo público, de lo privado y de lo íntimo; de la esfera personal y la esfera de las exposiciones abiertas. Incluso esa expresión: “Me gusta” cambió decisivamente su carácter, se convirtió en ideología de época. Ya no pertenece, como antes, al ámbito de las meras preferencias de cada cual, traspasó al dibujito del famoso pulgar neroniano, ha llevado a las personas a sentirse jueces del mundo (del mundo y, en lo concreto, de cualquier otra persona). Me gusta o no me gusta ya no indican pareceres personales, sino veredictos rotundos, si es que no, en un paso más, ejecuciones sumarias a cargo de fieros verdugos verbales.

En consecuencia, y acaso ineludiblemente, cambió también el “Mentime que me gusta”. ¿Y si fuera una clave posible para entender la posverdad, para entender las “fake news”? Con pasiones de otra índole (el rencor, el resentimiento, ese odio del que tanto se habla), surge esa necesidad también: que se diga algo horrible, brutal, hiriente, de la persona por la que se siente encono. No importa que sea mentira: la agresión gratificará a quien cultiva una animadversión personal (falsamente personal: es por alguien a quien no se conoce, pero la vive como si lo conociera). Lo mismo con el discurso de prensa: se desea que hostigue y rebaje a tales o cuales, a los que se detesta; y que refuerce esto o aquello, que complace porque confirma lo que se cree o se quiere creer.

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¿Y si es mentira? Si es mentira, si son mentiras, no tiene ninguna importancia. No se trata de informarse ni tampoco de discutir con posibles oponentes. Es ahí donde parece haber ido a parar el “Mentime que me gusta”. Sólo que con esta ligera variante: “Mentime que te doy un me gusta”.