En los programas de Carlitos Balá, para mí desde siempre tan queribles, había un segmento dedicado a un juego de competencia entre varios participantes. Se trataba de una “sana competencia” (aspecto siempre remarcado, en el sentido en que solía subrayarse también el “humor sano”, la “sana diversión” o la “sana costumbre” de los jugos Cepita. Lo sano por entonces no se oponía tanto a lo insano o a lo enfermo, como creo que tendería a ir pasando después, sino que se erigía más bien como un valor luminoso en sí mismo).
La competencia era sana, pero no por eso dejaba de ser una competencia. Vale decir que, por necesidad, uno ganaba y los otros perdían. Había uno que tenía más velocidad o más agilidad o más puntería, y en consecuencia ganaba; los otros las tenían menos, o no las administraban tan bien, y en consecuencia perdían. Ahora bien, lo fundamental es que en el programa de Carlitos Balá todos los participantes se llevaban un premio, nadie se iba con las manos vacías. A cada chico le tocaba algo, por ser chico, por haber participado, porque estaba de por medio nada menos que Carlitos Balá. Pero de todos, al que había ganado, le tocaba algo mejor. Por eso, porque había ganado, y esa diferencia, en la premiación, se plasmaba claramente: le tocaba una bolsa más grande, le tocaban juguetes mejores. Los demás, los que no habían ganado, obtenían una satisfacción pese a todo, pero la bolsa era más chica, los juguetes eran más comunes. A fuerza de simpatía y encanto, Balá manejaba a la perfección esa sutil distribución, la delicada dosificación de la dicha: que todos recibieran algo, y el ganador algo distinto.
Ese don, esa ductilidad, faltan en cambio en el Chiqui Tapia. En las ceremonias de entrega de premios, que suele presidir, exhibe el semblante nocturno de quien reparte un dudoso botín; las palmadas que profiere se acompañan con el aire opaco de quien cierra un negocio extraño, inexplicado. Ocurre a veces, tal vez en razón de esa gestualidad tan equívoca, que el que recibe la bolsa chica, es decir, el premio consuelo, reacciona como si hubiese recibido la bolsa grande, el premio en serio, el premio del ganador de verdad. Se larga entonces a agradecer a la familia, al grupo, a la dirigencia, se emociona, lagrimea, se euforiza y hasta ensaya torpes burlas; todo eso con la bolsita chica en la mano. Queda por ende completamente en ridículo. No consigue engañar a nadie, me parece que ni a sí mismo.
Ha faltado más Balá en su formación, y eso indefectiblemente se nota.