Encuentro por casualidad en la biblioteca Vitrina pintoresca de Pío Baroja, un vasco nacido en 1872 y muerto en 1956 que integró la llamada generación del 98 que, según el escritor, no fue una generación y tampoco tuvo mucho de valor. Hago una apuesta con el espíritu de las bibliotecas: lo desafío a desmentir que soy el único habitante del planeta en leer durante el año en curso este libro compuesto por artículos aparecidos en el diario Ahora entre 1931 y 1935. No sé si hoy alguien lee a Baroja, ejemplo casi perfecto del escritor pasado de moda, aunque publicó más de cien libros y fue muy popular durante décadas.
El libro permite entender que Baroja viaje aceleradamente hacia el olvido. Estas notas, escritas cuando el mundo salía de un incendio para precipitarse en otro peor, parecen las reflexiones de un médico pueblerino con inquietud y curiosidad sobre el mundo, con gracia para escribir frases inesperadas, pero muy poca información de buena fuente aunque se preciara de despreciar la insularidad hispánica. De humor cáustico, instintos nostálgicos, simpatías liberales y nietzscheanas con algún dejo juvenil anarquista y de antipatía contra los políticos, los curas y, en general, contra casi todo lo que está organizado en partidos, comunidades e ideologías, en cada artículo hace Baroja un esfuerzo por opinar con libertad sobre, desmarcarse de los lugares comunes y no establecer jerarquías entre sus temas, que pueden ir de los vagabundos a los cubistas, los socialistas y los psicoanalistas (con una notoria preferencia por los primeros sobre los otros). El problema es que más allá de sus observaciones de café, de su ingenio tertuliano, Baroja no entiende lo que pasa a su alrededor. De hecho, no hay nada en el libro que haga pensar que esa Segunda República que el autor mira con recelo y sospecha sin salida está por desembocar en la sangrienta Guerra Civil cuyas señales están por todas partes. Baroja cree estar viviendo las incomodidades de la civilización y no la antesala de la barbarie. Si de lo que está por ocurrir en España se entera poco, menos lo hace del horror que está al borde de devorar el continente. Aunque él mismo se califica simpáticamente de papanatas, de individuo que va por ahí ociosamente mirando pasar el siglo, es probable que lo haya sido en un grado excesivo.
Ejemplo de esta vitrina amable y distraída es el capítulo dedicado a los judíos, teñido del antisemitismo europeo de segunda mano anterior a la shoah. Baroja, como muchos españoles de su tiempo (y aun de éste), no parece haberse encontrado nunca con un judío, pero les atribuye a los judíos una colección de iniquidades (aunque algunos compartidos con los jesuitas) como el arribismo, el afán de dominar, la mediocridad en las artes y “la malicia del simio”. “Con su idea de superioridad y con el desprecio por los demás, el judío es hombre de pocos escrúpulos”, escribe Baroja. Entre los pecados de los judíos no podía faltar el de ser apátridas. Con su infalible talento para el error, nos dice: “Su patria Sión es una cosa tan fantástica como la sede de los obispos católicos in partibus infidelium”.
Curioso destino el de los judíos. Ser criticados durante años por no tener patria y, cuando finalmente se consiguen una, ser criticados por defenderla.