Al completar su mandato, este año, Cristina de Kirchner habrá alcanzado a Carlos Menem en uno de sus mayores éxitos. Y no sólo al riojano. Con el mismo disgusto también alcanzará a Julio Argentino Roca, otro de sus indeseables compañeros en compartir un récord y un podio exclusivo: son los tres mandatarios de la Argentina que cumplieron dos mandatos presidenciales. Los campeones de la durabilidad, ya que al margen de matices, diferencias y épocas, lo que unifica al trío es su capacidad para retener el poder en un país donde siempre imperó la alta volatilidad. Y frente a otros dirigentes que debieron renunciar antes de tiempo, amputarse o ser amputados del mando.
Este dato, la coincidencia curiosa, podría constituir una anécdota si no se abriera desde el año próximo un desafío de permanencia para el nuevo gobierno. Sobre todo si es de un signo distinto al actual. Y si no flotara en el aire una sensación perversa de que el peronismo o sus retazos otra vez enloquecerán a su sucesor, impedirán que ejecute los plazos completos que fija la Constitución. Entonces, se vuelve razonable la consigna “Aprender de Cristina”, por lo que hizo y por lo que puede hacer.
Ya Daniel Scioli inició la escuelita: si en algún momento incluyó la palabra “cambio” en su discurso y leyendas publicitarias, la apartó velozmente de su diccionario y sólo mantuvo el término “continuidad”. Era incongruente que fueran juntos esos conceptos, más cuando él proclama su absoluto encuadramiento al “proyecto”. Por ahora, claro, evita incluir otras osadías de sometimiento, tipo indestructible, perenne o irreversible, tan caros al paladar oficialista. Tiene tiempo, faltan unos meses de campaña. Hasta apartó de sus carteles la identificación naranja –en la escala cromática de la doctora no sería uno de sus colores preferidos–, mudó al patriótico celeste y blanco y al sugerente, se supone, epígrafe “Scioli para la victoria”.
No se trataron esas jugadas de lenguaje y color, captadas a medias por algunos, de una mera táctica electoral para lograr la simpatía y los favores de Cristina. Aunque nadie debe despreciar esa vocación.También invoca un criterio conservador, el mensaje “preservemos la duración y la estabilidad” que la dama aún representa; y que se manifiesta en el voto cuota, en los precios que dicen controlarse, en la presunta holgura de los más pobres por los subsidios concedidos y en que “nunca hubo tanta gente que ganó tanta plata”, como gusta decir Cristina. Apunta, además, a consolidarse en esa propaganda popular, al mantenimiento y al dominio de una estructura de poder que encarna el kirchnerismo, sea en el orden legislativo, provincial –especialmente en el distrito bonaerense–, judicial, social, económico y hasta militar. Un volumen de poder que los rivales admiran.
Basta otro agregado: aparte de ganadores y perdedores, las encuestas señalan que la estela de este gobierno no se perderá ni aun perdiendo. Scioli pretende, en consecuencia, heredar esa plataforma perpetua, la máquina partidaria ya establecida, la devoción pública al poder divino aunque se limite en su propia dimensión personal: más que encabezar ese aparato político hegemónico, se presenta como un instrumento del mismo, como un rehén que eligió ese destino. Piensa que sin Ella no puede ganar y que sin Ella no podrá gobernar.
Ese ejercicio de sumisión no se aplica a los otros dos candidatos más conspicuos, Sergio Massa y Mauricio Macri, quienes tal vez logren vencer en la elección general por exhibirse contra Ella, pero admiten lo titánico que será en el futuro gobernar contra Ella.
En el límite. Al revés de Scioli, la durabilidad próxima en el cargo no pasa por el riesgo personal de ser borrado de un plumazo por el antojo de la jefatura, sino por las fronteras institucionales que están en la superficie: deberán adaptar su gestión a la tutela opositora y exigente de una veintena de senadores, entre sesenta y setenta diputados, más una determinante provincia de Buenos Aires adversa. Sin mencionar, claro, el sedimento residual que el cristinismo generosamente ha desplegado y despliega en todo el sector público, en casi todas las áreas. Gran parte de esa “okupación” explica que en pocos meses Cristina iguale a Menem y a Roca.
“No se podrá gobernar, el próximo presidente estará a tiro del juicio político, nos van a desestabilizar todos los días”, lloriquean pesimistas asesores de ambos aspirantes. Temen por sus planes de los primeros cien días, por la limpieza obligada de las minas que deja el Gobierno y, en confesión de aportes históricos, recuerdan la penosa debilidad institucional que deparó un gobierno nacional de una marca (Alianza) y otro de marca peronista en el ámbito bonaerense.
Al menos, todas las partes ya tienen antecedentes, ninguna podrá alegar ignorancia ante un eventual fracaso de esa durabilidad tan deseada. Aunque todavía no sepan lo que corresponde hacer.