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Un año después

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A primera vista, daría la impresión de que la división entre los argentinos (una de las tantas, claro) sería entre aquellos que saben con certeza que a Alberto Nisman lo mataron y aquellos que saben con certeza que Alberto Nisman se suicidó. Los primeros se subdividen, a su vez, en aquellos que saben con certeza que a Nisman lo mató el Mossad (por inepto), los que saben con certeza que lo mató la CIA (por inepto), los que saben con certeza que lo mató Lagomarsino (por despecho), los que saben con certeza que lo mataron los servicios (para tirarle un muerto a Cristina), los que saben con certeza que lo mató la propia Cristina (para sacarse un muerto de encima). Los segundos se subdividen en expertos en pericias forenses (rastros de pólvora, posturas corporales, etc.) y expertos en pericias psiquiátricas (depresiones, monomanías, mitomanías, etc.). Los primeros decidieron la santificación de Alberto Nisman, y hasta hoy le prenden velas; los segundos reaccionaron con su automática demonización.

Pero podría considerarse, en cambio, que la división entre los argentinos a propósito del caso Nisman es, en el fondo, otra: es división entre aquellos que saben con certeza una cosa o la otra, y aquellos que, acaso con más humildad, admiten que no tienen certezas: que no saben lo que pasó. Esa postura, la de la modesta incertidumbre, es probablemente la más extendida y pertinente, y aun así, sin embargo, es la que menos adeptos congrega. Sabemos que, por lo general, en el temperamento argentino la seguridad con que se habla de algo es inversamente proporcional al conocimiento que de ese algo se tenga. Pero en este caso se agrega otro factor, el factor de la militancia fervorosa. Los militantes fervorosos del kirchnerismo (siempre gustosos de reconocerse así) dirán lo que haga falta, y aun pensarán lo que haga falta, para fortalecer el relato kirchnerista; en tanto que los militantes fervorosos del antikirchnerismo (siempre renuentes a reconocerse así) dirán lo que haga falta, y aun pensarán lo que haga falta, para fortalecer el relato (que también lo es) antikirchnerista. Los adherentes de otro temple y los contrarios de otro temple son los que pueden permitirse las dudas y la reflexión (los primeros, aunque favorables al kirchnerismo, se condenan así a que los tomen por traidores; los segundos, aunque contrarios, se condenan a que los tomen por kirchneristas).

Dentro de este panorama, y a un año de la muerte del fiscal, se destaca una posición singular (singular en un sentido literal): la de Santiago Kovadloff. El autodicente filósofo declaró a la prensa radial, hace unos días, que en verdad no sabemos si Alberto Nisman está vivo o está muerto. Que su familia no cuenta con ninguna información al respecto. Que su cuerpo nunca apareció y que se ignora qué pudo haber sido de él. Que ese consuelo final, terrible pero apaciguador, que son el entierro y la tumba, les fue negado a sus seres queridos. ¿Eso dijo Kovadloff? Eso dijo, sí: eso dijo. Dijo que Nisman es un desaparecido. Y lo dijo con absoluta certeza (filósofo, pero no cartesiano, por lo visto no practica la duda; va directo al ergo sum, va directo al ergo est). No parece, francamente, que haya pasado eso con Nisman. Su cuerpo fue verificado (por demás, incluso, podría decirse) y a su madre la hemos visto en fotos frente al túmulo.

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A menos que lo que haya ensayado Kovadloff no sea sino una variante peculiar de ese “cristinismo invertido” que tan bien detectó y definió Beatriz Sarlo. Suponiendo, no se sabe por qué, que la cuestión de los desaparecidos es patrimonio del kirchnerismo, lo que quiso hacer fue dar vuelta el planteo y devolverlo al campo contrario de un voleo verbal.
A menudo se ha discutido de esa forma a lo largo de estos años: agarrando las consignas del otro, dándolas vuelta y tirándoselas luego sin más por la cabeza.

Pero no es sencillo argumentar así.
Tampoco lo es superar los binarismos, la tara esquemática, los reduccionismos, la rigidez. La revolución de la alegría, por lo visto, no ha logrado alterar eso hasta el momento.