Las protestas ya no son lo que eran. La posmodernidad nos bañó de escepticismo y los discursos reivindicativos perdieron el halo épico de la modernidad. Las palabras que antes emocionaban ahora aburren o resultan caricaturescas.
Gordos a dieta y política light. En la Argentina de los 80, cuando Saúl Ubaldini daba un discurso en la Plaza de Mayo, el país se conmovía. Una parte para repudiar a un huelguista serial como aquel líder cegetista. Otra, para emocionarse con la disfonía crónica de un hombre que lloraba al hablar y hacía llorar a quienes lo seguían.
Esta semana, los discursos de la movilización sindical encabezada por Hugo Moyano generaron reacciones muy distintas. Para una gran mayoría, directamente no existieron. O le provocaron poco. Poca admiración, poco odio. Poco más que las tensiones de un corte de tránsito.
Los propios manifestantes cambiaron. Más allá del mito bobo de que todos marchan por un choripán, es cierto que la pasión movilizadora tampoco es lo que era: sin los cientos de micros que hoy se contratan, es probable que una porción no querría o no podría hacer el esfuerzo de ir por las suyas y a su costo. Y, además, sí: es más fácil convocar si el traslado incluye comida y bebida. Eso no quita que el impulso de protesta haya dejado de ser genuino, pero cambió el nivel de sacrificio que se está dispuesto a hacer para protestar.
Tampoco los oídos de esos manifestantes son los mismos.
Cuando Moyano se golpeó el pecho en la tribuna y trastabilló con sus palabras para terminar diciendo que está dispuesto a dar la vida por los trabajadores, ninguno de los presentes creyó seriamente que iba a dar la vida por ellos.
En el mundo de la modernidad, cuando un líder decía eso, se podía suponer que quizá lo haría. Porque de hecho pasaba: delirantes o cuerdos, había quienes se inmolaban por sus ideales. Entonces no parecía descabellado que alguien amenazara con ser el próximo. Y, en general, eran personalidades desapegadas de lo material, ascéticas. Aunque esto no los salvara de cometer locuras, los hacía parecer honestos frente a la mirada de los demás.
La presunción actual es la contraria: nadie se quiere matar y las cárceles se llenan, no de idealistas desmesurados sino de quienes esconden dólares, armas y autos de lujo. También quienes se movilizan lo saben.
Es que cambió el sistema de creencias. En los 70, si un líder combativo se hubiera sentado en la mesa de un programa considerado un “banquete frívolo de la burguesía”, como el de Mirtha Legrand, seguramente habría sido sentenciado a muerte por alguna organización revolucionaria. Hoy se lo toma como un espectáculo de chicanas con malbec.
El debate ya no es de modelos económicos en pugna ni por el temor a los “gordos”. Los “gordos” hicieron dieta y la política se volvió light. La mayor controversia pasa por entender el nivel de enriquecimiento de sindicalistas y políticos.
Porque a los diferentes sectores sociales los une, como ninguna concertación social puede lograr, la explosiva fortaleza del pensamiento débil que describió Gianni Vattimo. Este clima de época, que desconflictúa la ideología, convierte la política en espectáculo y a los ciudadanos en espectadores.
No hay eras mejores, sí distintas.
Moyano habla como si fueran iguales, como si él de verdad fuera a dar su vida, como si los manifestantes lloraran al oírlo y como si todos creyeran que organizó la marcha para beneficio de los trabajadores y no para zafar de los jueces. Un elefante moderno atrapado en el bazar de la posmodernidad.
Puede seguir movilizando como lo hizo siempre, pero el resultado no será el mismo.
“La civilización del espectáculo es cruel –decía Octavio Paz–, los espectadores no tienen memoria, por eso no tienen remordimientos ni conciencia. Viven prendidos a la novedad, no importa cuál sea con tal de que sea nueva”.
Una importante parte de la sociedad ve la movilización del miércoles como se ven las viejas películas en blanco y negro, descubriendo la ingenuidad de sus trucos. Y cuando en la sociedad del espectáculo sucede eso, la amenaza es el aburrimiento. Paz creía que nuestro Apocalipsis es el “Gran Bostezo”.
El Plan M de cinco puntos. Moyano aclaró que no es golpista (otro síntoma de un discurso fuera de época, aprovechado por el oficialismo) e instó a los presentes a unirse para votar contra Macri.
Lo escuchaban miles de kirchneristas que no solo no sienten pasión por su discurso, sino que lo consideran un traidor que apostó a Cambiemos en 2015. También lo escuchaban trotskistas y jóvenes de clase media que sienten un rechazo epidérmico hacia las proclamas de un gremialista peronista.
Aun así, tras el acto se comenzó a hablar de que desde el corazón del sindicalismo saldría la base de un gran consenso opositor para 2019, nucleado en torno al peronismo. Ocurre que el peronismo está atravesado por los mismos dilemas que Moyano: cómo no quedar fuera de época, cómo responder a un partido posmoderno como el PRO, que no solo le quitó el poder sino una cuota de su base social, cómo romper con la trampa oficialista de la división y volver a la Rosada.
En privado y en público, el Gobierno es muy transparente con su plan divisionista para permanecer en el poder:
1) Mantener a CFK viva políticamente y en libertad de aquí a las presidenciales, en medio de viejas y nuevas denuncias.
2) Bendecir una liga de gobernadores y legisladores anti K mientras se mantengan así, sin un liderazgo taquillero.
3) Jugar a que Margarita Stolbizer conserve a Sergio Massa lejos de algún acuerdo de unidad peronista, y demonizar a su ex aliado cuanto puedan.
4) Dividir al sindicalismo con la espada de Damocles judicial sobre la cabeza de unos y con viajes oficiales y acuerdos para los PRO friendly.
5) Y lo más importante: bajar la inflación sin contraer la economía.
Laberinto peronista. Llama la atención que los maestros del pragmatismo político, como son los peronistas, no sepan responder al ardid de los primeros cuatro puntos y apuesten su futuro al quinto, a que todo vaya mal.
Cristina no acepta que con ella adentro no habrá unidad, que sin unidad el peronismo no tiene chances de ganar y que, sin ganar, su futuro político y personal se pondrá más feo todavía.
El kirchnerismo no se atreve a contradecirla ni a aceptar que sus líderes más impresentables no se presenten el próximo año.
Los gobernadores, legisladores e intendentes del PJ anti K se enredan en peleas de cartel y en el juego de cercanía-lejanía con el Gobierno (de compleja resolución, necesitadas como están sus finanzas locales), abrevando en la profecía autocumplida de que no habrá 2019.
Massa no se convence del todo de que su camino sea la unidad. Tiene la fantasía de que, insistiendo con una alianza medio peronista, medio progresista y medio gorila, podrá llegar a la presidencia, sin admitir lo difícil que le será tener éxito frente a competidores con perfiles menos contradictorios.
La decisión de los sindicalistas sobre la unidad es la más complicada. Se dicen presionados desde distintos lados para que eso no suceda: intuyen con razón que cuanto más opositores sean al Gobierno más probabilidades hay de que los jueces los investiguen, las débiles cuentas de sus gremios los hacen macrista-dependientes y, lo peor para ellos, comprueban que un sector de sus bases (en especial en gremios como construcción, petróleo o transporte) votaron o pueden votar por Cambiemos. Aunque saben que sin el retorno del aparato peronista al poder, ni aun haciéndose macristas estarán seguros.
Ni los K, ni los anti K, ni los massistas, ni los sindicalistas tienen garantías de que con una amplia alianza con eje en el peronismo podrán ganar las próximas presidenciales. Porque fueron muchos años de poder y de resultados pobres. Y porque los espectadores se aburrieron.
Pero pueden estar seguros de que, separados y con una economía medianamente en crecimiento, sufrirán la peor derrota de su historia.