Me acuerdo del primer recital al que fui. Era en mi colegio secundario, Nacional 10, de la calle Quito y Quintino. De noche. Alguien había hecho chorizos en una parrilla y las luces del techo metálico donde por la mañana formábamos para entrar a clase ahora se mezclaban con el humo del carbón y el gentío de los alumnos y amigos que veníamos a escuchar rock. Tocaba una banda de la escuela, de chicos de quinto año turno tarde. Un narigón parecido a Pete Townshend era el líder. Se llamaba Tucho y, como tocaba la gitarra eléctrica, su novia era la chica más linda del colegio, una pelirroja a la que los padres le habían puesto un nombre increíble: Primavera.
Fui a muchos recitales más en mi vida, pero ése es el que más atesoro siempre.
Eramos muy jóvenes; el rock, una promesa de una vida intensa en medio de la dictadura y tanto los músicos como nosotros no formábamos una división tajante, no había estrellas por un lado y fans por el otro. No había esa mierda de los vip ni marcas por todos lados y famosos fotografiándose a granel. El mundo podía llegar a ser un lugar hermoso.
Hace poco reviví esta sensación en un recital de varias bandas. Fue en el Rucho Fest. Un pequeño festival bonsai que organiza Esteban Lamothe, un amigo querido. No hay estrellas, no hay vip, no hay marcas, hay gente que viene a escuchar música (107 Faunos, Cabeza Flotante) y hablar y pasar el tiempo.
Lamothe –Rucho– dice que el festival está lleno de chicas y que eso lo vuelve invencible. Y que el origen del encuentro está en poder generar un lugar para que toque la banda de sus hermanos, los Cabeza Flotante. No se pide más.
Los Cabeza Flotante tienen un tema, La cura, que no para de dar vueltas en mi cerebro desde entonces. Como decía el Che Guevara, hay que hacer uno, dos, tres Rucho Fest.