Hace unas semanas dejé sobre mi escritorio dos libros de aparición reciente, para primero leer, y luego, tal vez, comentar en este espacio bajo un cierto horizonte en común: La alegría y la pasión. Relatos brasileños y argentinos en perspectiva comparada, de Vicente Palermo, publicado por Katz Editores, y Sociología en el espejo. Ensayistas, científicos sociales y críticos literarios en Brasil y en la Argentina (1930-1970), de Alejandro Blanco y Luiz Carlos Jackson, editado por la editorial de la Universidad Nacional de Quilmes. Debido a que me había interesado mucho un libro anterior de Blanco (Razón y modernidad. Gino Germani y la sociología en la Argentina, Siglo XXI) decidí comenzar por Sociología en el espejo…
Hasta la página 190, y luego de la 192, es un libro lleno de ideas bien argumentadas, un gran trabajo histórico-crítico, deudor del “método científico” pero evidentemente abierto a debates culturales más amplios. El último tramo del libro –dedicado a recorrer las biografías de Adolfo Prieto y Antonio Candido–, está entre lo mejor que leí en un registro que bien podría llamarse “biografía sociológica”.
Pero hay una frase en la página 191 que me hundió en una fuerte desdicha, que arruinó el placer que llevaba hasta allí la lectura del libro. Y si menciono el placer, es para indicar mi posición de lectura: no pertenezco al ámbito académico. Accedo a esos libros con la curiosidad levemente impune del lector que lee bajo la figura del que hila cuentas de un collar, el de la cultura, el pensamiento, la erudición. Por supuesto, mientras se hila (en la incompletud: nunca se termina) ese collar conoce el registro de la polémica, lo agonístico, el intercambio. Desde esa posición descentrada, encuentro inadmisible esta frase de la página 191, en la que, refiriéndose a Juan José Sebreli y a Carlos Correas, se lee: “Posiblemente, las privaciones económicas y sociales enfrentadas en la infancia estuvieran relacionadas no solamente con las iniciativas intelectuales innovadoras que emprendieron en la década de 1960, sino también con la actitud transgresora que asumieron como estilo de vida. Sebreli y Carlos Correas, otro miembro del grupo, eran homosexuales –fueron pareja– y formaban, junto con Oscar Masotta, un subgrupo dentro de Contorno”. Es una frase mecanicista, reductora, y en el límite (interior) del clasismo y la homofobia. Suponer que las “privaciones económicas y sociales de la infancia” tienen relación directa con “iniciativas intelectuales innovadoras” en la adultez ya es curioso (afirmado así, al pasar, sin ninguna otra argumentación). Más curioso es sostener que esas privaciones de infancia desembocan en la “actitud transgresora que asumieron como forma de vida”, sin informarnos a qué se refiere con “actitud transgresora”, categoría –la de “transgresión”–, sobre la que hay escrita una biblioteca entera. Pero lo reductor de esas afirmaciones deja paso a la discriminación cuando afirma que esas privaciones de infancia explican –“posiblemente”– la homosexualidad de Sebreli y Correas. Escrita la frase –supongo– con la buena voluntad del progresismo académico, asociar de un modo mecánico (o de cualquier otro) pobreza con homosexualidad termina, no obstante, como un impensado, remitiendo a las peores tradiciones higienistas argentinas. Los barrios bajos… ¡un semillero de putos!