Escribo esta columna desde Varsovia en medio de una desapacible noche de viento helado y nieve. Cuando en la mañana del domingo el lector se encuentre con estas líneas, habré arribado ya a Buenos Aires.
Al momento de cruzar la frontera polaco-ucraniana, hay con nosotros 12 personas. Son un matrimonio con sus tres hijos, una pareja de novios y siete personas cuyas edades oscilan entre los 40 y los 70 años. Solo con ver lo que llevan, se puede imaginar lo que dejan atrás. Consigo transportan valijas con la ropa justa, algunos juguetes de los chicos y no mucho más. Lavarropas, heladeras, cocinas, televisores, vajilla, y el mobiliario de la casa de una familia típica de clase media pasan a ser para ellos una incógnita que recién podrán despejar a su regreso. Básicamente, todo lo material construido con el esfuerzo de una vida.
Las vivencias de los 21 días pasados en Ucrania cubriendo la locura de una guerra sin sentido se van transformando en recuerdos: el cruce de la frontera entre Polonia y Ucrania y los ucranianos y colegas que me vinieron a abrazar después de haber tocado el piano en público, La miniatura romántica, de Alexander Scharwenka, el tenso momento vivido en la comisaría número uno de Lviv, adonde llegamos en pleno toque de queda, el inconmensurable silencio de las noches, la primera sirena, el primer refugio, las requisas por parte de los soldados y los policías, la épica del viaje en tren a Kiev, la durísima noche en la estación de la ciudad capital en medio de la oscuridad y el frío que calaba los huesos, solo mitigado parcialmente por el té y el café que nos servía un grupo de jóvenes voluntarios, la transmisión desde un jardín de infantes y una escuela destruidos por un misil, la caminata por el cráter producido por el impacto del proyectil, las calles de Kiev atiborradas de barricadas, el sonido de las bombas y los disparos de armas largas, los perros errando por las calles a la búsqueda de sus dueños, el intenso tiroteo ocurrido en la tarde del lunes 14 de marzo a muy pocas cuadras de donde estábamos transmitiendo para TN, las largas 36 horas de toque de queda que nos obligaron a quedarnos en el hotel, el asesinato de la periodista rusa Oksana Baulina en la playa de estacionamiento del centro comercial donde habíamos estado horas antes, el soldado ucraniano que vino a advertirnos que debíamos salir del lugar porque era peligroso ya que nos encontrábamos en la línea de fuego, la caminata por el campo minado alrededor de los restos de las baterías antiaéreas destruidas por los misiles rusos, más requisas por parte de soldados y policías en el frente de combate en Obolon, la parrilla argentina en la que no trabaja ningún argentino, el teatro que sirve de refugio a artistas y vecinos de un barrio castigado por la guerra, la clínica clandestina y la decena de bebés nacidos por medio de la subrogación de vientres, la dramática emisión desde el frente de combate en Isknobroska en el mediodía del lunes 28 de marzo y el temor de soldados y civiles ucranianos que buscaban asegurarse de que realmente éramos periodistas y no espías enemigos son algunas de la imágenes que se agolpan en mi memoria, en mi piel, en mi olfato y en mi alma.
Estos recuerdos y otros que no menciono para no aburrir con una enumeración interminable representan la locura y la crueldad de la guerra. Una guerra absurda nacida de las entrañas de un hombre con delirios imperiales que esperó, planificó y desarrolló en terreno vecino con absoluta frialdad. Vladimir Putin está comenzando a replantearse el avance de sus tropas en zonas hostiles. Su aventura bélica no salió como esperaba y debe, al menos, ofrecer resultados concretos al pueblo ruso. Las conversaciones no arrojan todavía resultados nítidos, muy probablemente el Kremlin logre anexar los territorios inicialmente en disputa, más la promesa de las autoridades de Ucrania de no insistir con sus intentos de ingreso a la OTAN bajo ciertas condiciones de garantía. Parece bastante poco en comparación con el triste papel internacional que ha desempeñado, la condena mundial que ha recibido, las sanciones económicas que ha sufrido, el odio que ha despertado entre sus vecinos atacados, la condena de miles de ciudadanos rusos que se manifestaron en las calles de Moscú y fueron reprimidos y detenidos y un detalle no menor: su propia soberbia convirtió a Volodimir Zelenski –alguien a quien Putin nunca respetó por considerarlo un cómico de segunda sin dotes de estadista– en un héroe mundial aplaudido de pie en los Parlamentos europeos.
Es probable que el jerarca ruso sea condenado pero, sin lugar a dudas, la vergüenza y el costo más grande de esta invasión con criterio colonialista han sido las vidas que se perdieron y la destrucción de una sociedad que tardará años en volver a ponerse de pie.