El domingo 29 de marzo era el décimo día de confinamiento obligatorio en la Argentina. El cuerpo de los argentinos, sobre el que trabajaba la política, estaba sometido a una frontera arquitectónica, su propia casa. Cerca de las nueve de la noche el Presidente Fernández apareció en la televisión para anunciar la prórroga de la cuarentena. Lo hizo en un tono paternalista. Nos hablaba a los argentinos como si fuera un padre que imparte castigos a sus hijos, pontifíciamente, evangélicamente, como un Calígula bonachón, repartiendo potencias e impotencias y anunciando que sólo lo hacía por el bien de todos. Quédense en casa, que yo sé lo que hago, y no discutan mis decisiones. Y también tildó de “miserables” a los empresarios que osen despedir a algún empleado. Calificativo por lo menos curioso para quienes están obligados a mantener cerrado su negocio, no pueden facturar, no pueden despedir ni suspender personal, no pueden irse, no pueden vender la empresa, no pueden salir ni del país ni de su casa y deben continuar pagando los impuestos. ¡En esta les tocó perder (el eufemismo fue “ganar menos”), muchachos!
Otra vez somos el país jardín de infantes que denunció María Elena Walsh en un artículo de 1979, donde le advertía a los militares que el hecho de haber librado al país del terrorismo no los legitimaba para tratar a todos los ciudadanos como niños de un jardín, impidiéndoles pensar y opinar.
No queremos que Alberto Fernández ni ningún gobernante nos pase la mano por la cabeza para dominar nuestro cuerpo ni que nos diga cuántos chocolates podemos comer. Preferimos ser ciudadanos que pensamos por nosotros mismos.
Y no es raro que unas horas antes de que Fernández hiciera su discurso de tinte paternal el animador Marley subiera a las redes sociales un video con su hijo (¡la infancia debería tener alguna protección contra la exposición a la pornopolítica!) en el que le fija una regla: una pastilla y un chocolate por día, pero también establece una inesperada excepción: salvo que el Presidente te autorice a comer más golosinas. Y lo manda al niñito de tres años a hablar por teléfono con el Presidente y pedirle el permiso para comer raciones adicionales. Y mientras el chiquito intenta hablar a media lengua el animador insiste: el que decide es el Presidente. Como si la consulta fuera a un oráculo infalible. ¡Qué casualidad que justo unas horas antes de que Fernández iba a anunciar que debíamos permanecer encerrados bajo siete llaves Marley emitiera semejante mensaje! Pero aún más casualidad es que el Presidente en persona contestara el tuit con un indulgente permiso para que el niño comiera raciones adicionales. El dispositivo se llama propaganda subliminal.
Una encuesta muestra que el 80% de los argentinos está a favor de la extensión de la cuarentena
Que yo sepa, el totalitarismo es aquel sistema en el cual el Estado se mete en nuestras vidas y decide sobre lo que tenemos que comer, qué programas o películas podemos ver y si podemos salir o no. Hay que quedarse encerrados, sí, pero porque el gobierno cometió errores. No se hicieron los tests en la cantidad que corresponde para identificar a los infectados y, por ende, se sospecha que hay muchos más enfermos no identificados y en condiciones de contagiar, sueltos, tal vez miles. El Ministro del área minimizó hasta último momento la enfermedad y no tomó precauciones. El famoso “Estado presente” no tiene respiradores ni camas de terapia intensiva ni médicos en condiciones de manipular el procedimiento de intubación. ¿Y el boom de las commodities no fue suficiente para equiparnos y mejorar el sistema? Lo habría sido si no fuera porque los Kirchner lo dilapidaron en dádivas electoralistas y corrupción. Todo esto podemos entenderlo, pero que no vengan a tratarnos como a niños de salita verde.
Al menos queremos ser tratados como adultos. La cuarentena se hace no porque el “modelo argentino” sea admirado en el mundo (basta de Hay menos pobres que en Alemania) sino porque el populismo puso cimientos de barro. Y cada semana extra de cuarentena (más allá de ser necesaria en reemplazo de lo que se debió hacer y no se hizo) implica, según cálculos del economista Marcos Buscaglia, la pérdida de 1 % del PBI del año. No queremos que Alberto Fernández ni ningún gobernante nos pase la mano por la cabeza para dominar nuestro cuerpo ni que nos diga cuántos chocolates podemos comer. Preferimos ser ciudadanos que pensamos por nosotros mismos.