Hace tiempo que no escribo sobre viajes al pasado. Sobre todo, viajes a lo que en el pasado fue el futuro, leitmotiv que me acompaña desde que las lagunas de nostalgia se multiplican en mi vida cotidiana: no porque todo pasado haya sido mejor, sino porque cierto pasado –el de las experiencias de la década del sesenta– se me representa como aquello que configuró a mis padres y heredé. De alguna manera nunca dejé de digerir y admirar esas experiencias antepasadas. Como si la Historia hubiera alcanzado ahí un clímax político y artístico que desde entonces no volvió a repetirse, y que poco después desencadenó, en ciertas sociedades, reacciones conservadoras camufladas en el inconsciente colectivo pero tangibles en la proliferación de golpes militares.
La mayoría de esas travesías pueden emprenderse, hoy, en el campo musical y literario. La máquina del tiempo ahí funciona y fascina. Por dos motivos: 1. en el siglo XX existía una libertad creativa en el rock y el jazz que por razones comerciales hoy fue estandarizada, limitada o purificada; 2. todavía hoy es posible identificarse con los paradigmas de la revolución musical del siglo XX, trátese de Los Beatles, Jimi Hendrix, Pescado Rabioso, Stockhausen, John Cage, Ligetti, Coltrane, o Piazzolla.
Dos amigos, semanas atrás, viajaron en el tiempo al escuchar a Edelmiro Molinari en vivo en un club de jazz porteño. Hablando con ellos, más tarde, compungido por no haber ido –un viaje hacia el presente bucólico, en las sierras cordobesas, me impidió estar–, llegamos a la conclusión de que el sonido de esa guitarra eléctrica intoxicada solo puede darse en un polizón. Un sobreviviente del siglo XX cuyos interlocutores épicos son cada vez más escasos. La toxicidad permanente de Hendrix, Coltrane o en este caso Edelmiro Molinari, es inimitable. Ninguna guitarra ni saxo suena así hoy, no por falta de virtuosismo sino por una cuestión vital o de piel que en nuestro mundo virtual no es fácil de obtener. Pienso que en la literatura argentina, Héctor Libertella y Juan José Saer, durante unos años, fueron polizones en el siglo XXI, vitalistas de la escritura que tuvieron, en vida, interlocutores épicos y pocos herederos.
Esa sensación, viajar hacia la cúspide artística del pasado, la experimenté pocas veces en vivo y muchas mitificando recuerdos de mis padres.
Una vez, en el umbral del siglo XXI, justo antes de la caída de las Torres Gemelas, accidentalmente, en un club de Nueva York, cuando escuché en vivo a un pianista que portaba libertades de otra era: Cecil Taylor. La experiencia con la vanguardia, pensándolo en el 2018, contenía para mí un anacronismo deslumbrante.
En Buenos Aires, años después, Ornette Coleman me remontó a esa experiencia, aunque en la Avenida Corrientes presenciar la vanguardia pasada tuvo un dejo de irrealidad. Ornette Coleman, en el escenario, no solo era un polizón del siglo XX. Se notaba que lo único que le quedaba era la música y que ahí estaba, frente al público, presente como alguien que sueña despierto después de haber perdido todo. Su resto de vida se lo debía a la música. Tal vez el milagro vanguardista para el espectador lábil del siglo XXI consista en eso: presenciar esa sobrevida que el arte le concede a algunas personas.