Detrás de la torre alta de la iglesia principal, se extiende ajironada la ristra de nubes grises tironeadas por los cerros que componen los flancos externos de la cordillera occidental de los Andes, dentro de la hoya del río Chimbo, entre los ríos Culebrillas y Salinas, a una altitud de 2668 m s. n. m. El aire ahora es limpio, prístino, andino. Dieciséis los grados de temperatura; en ocasiones intensas ráfagas arremolinadas levantan polvareda y entonces más vale cubrirse el rostro con lo que sea. El chirrido de las sirenas de bomberos se arrima tibio hasta nuestros oídos, víctima de un gesto involuntario. La prepotencia fulgurante de la luna recorre las callejuelas zigzag y adoquinadas, en algunos rincones incluso entromete la intensidad lumínica por los entresijos de la intimidad de los hogares, destripando a su paso todo lo que allí quede de noche. Salvo en el parque El Libertador, en el que las hojas anchas de los guarangos obturan el paso de todo lo que caiga del cielo.
Guaranda es una simpática ciudad localizada en la cárcava del Chimbo, en el corazón del Ecuador, al noroeste de la Provincia de Bolívar. Se encuentra enclavada en el corazón del país, al pie del nevado Chimborazo. Es conocida también como “Ciudad de las Siete Colinas” (está rodeada de los cerros Cruzloma, Loma de Guaranda, San Jacinto, San Bartolo, Talalac, Tililac y el Calvario) y “Ciudad de los Eternos Carnavales”. El movimiento ondulante de sus calles permite que, en perspectiva, se asemeje a centenares de caparazones de tortugas gigantes forrados con teja colonial. Un espectáculo espléndido de verdad. Está cruzada por los ríos Salinas e Illangama (o Guaranda), a partir de su confluencia, al sur de la ciudad se forma el río Chimbo. Aquí me encuentro ahora, mientras enhebro estas líneas, a minutos de celebrar el Año Nuevo de 2011.
Xavier, mi amigo, el anfitrión, me concede el privilegio de representar al hogar en la generosa ofrenda comunal que se ejecuta antes de las 12. De manera que con movimiento elástico me veo ofreciendo chupitos de Double Black Label a los vecinos de la cuadra, que a su vez hacen lo mismo. En escasos minutos la propagación de alcohol en sangre se vuelve incontrolable. Me temo lo peor. Pero si les contara una historia de ecuatorianos borrachos desperdigados como montículos de osamenta por las calles de un pueblo perdido de la región interandina, ¿cuál sería la gracia? Digámoslo de una vez: lo peor llegó con Los Viejos.
Es tradicional en Ecuador celebrar la llegada del Año Nuevo quemando el Viejo, representado en monigotes gigantes (un increíble Hulk de 3 metros por ejemplo, o un emoji de tamaño similar) hechos de cartapesta, y así. Cuestan entre 20 y 100 dólares y son bastante feos. Pero también los hay fabricados en casa, rellenos con almohadas, trapo, papel o trozos de cartón, vestidos con ropa vieja, abrigados con barbas tupidas y pelucas ensortijadas. Como sea, luego de exprimir con devoción decenas de botellas, los muñecos se depositan en las calles, delante de las casas, para ser rociados con alcohol y luego prendidos fuego. El escenario se amplifica: cientos, miles son los desgarrones de tela ardiente lanzadas al aire por empuje explosivo de la alquimia, que recorren el poblado como gotitas vaporosas de un veneno letal.
En apenas una hora, aquellos tenues maullidos de las autobombas se volvieron rugido demencial en las entrañas del pueblo diminuto y burbujeante; los regueros de fuego imprimen a la atmósfera un tinte aterrador. Solo en nuestra cuadra son quemados y alimentados con más cartón y papeles siete monigotes. La ciudad entera arde. En algunas casas deciden exfoliar los parlantes para sintonizar algo de Manungo. De súbito, niños, jóvenes, Xavier comienzan a saltar por sobre un muñeco encendido. La mayoría ostenta cierta flexibilidad y firmeza en los saltos. Xavier no. Sus ojos bailotean en frenético soliloquio dentro de un cuenco elástico gelatinoso carmesí; sofocado por el hipo, efectúa espasmódicos movimientos mecánicos, de forma lateral y también hacia adelante y hacia atrás. Lleva puestos unos mocasines marrones en tono con la bermuda pinzada salpicada con whisky. Eso, y el cabello vandalizado le dibujan aspecto de lunático.
En sintonía con la fecha, me propuse rescatar el fin de año más extraño de mi vida. Solo resta sumar el último ingrediente. Cerca de las dos de la mañana, Xavier cayó tumbado sobre un lecho candente a unos trescientos metros de nuestra casa. Falleció tiempo después; las quemaduras pudieron con él.