La “gran extranjera” sería de hecho una pasajera clandestina. En efecto, Foucault no es sólo un lector exigente y un escritor cuyo estilo fue admirado y reconocido al publicarse cada una de sus obras; si se lo lee bien, ahora que disponemos no sólo de sus libros sino también de sus Dits et écrits y sus cursos en el Collège de France, el filósofo mantiene con la literatura –los documentos que componen este volumen son un magnífico testimonio de ello– una relación compleja, crítica, estratégica.
Al leer los múltiples prefacios, entrevistas y conferencias que Foucault dedica durante los años 60 a la literatura (ya se organicen en función de los nombres propios de Blanchot, Bataille u otros o pretendan, por el contrario, pasar las unidades tradicionales de la crítica literaria por el tamiz de una crítica del autor o una descripción general del espacio del lenguaje), y al recordar también que esos textos no son sólo la contraparte de los grandes libros arqueológicos sino que los atraviesan bajo la forma de referencias precisas, como la de Orestes o El sobrino de Rameau (Historia de la locura), Sade (El nacimiento de la clínica) o Cervantes (Las palabras y las cosas), se aprecia más cabalmente la singularidad de esa inquietud por lo literario. Si se confunde en parte con la actitud de una generación entera y prolonga, también, un gesto insistente en el pensamiento francés, que consiste en hacer de la novela o la poesía las piedras de toque del acto de filosofar (prueba que afrontaron uno tras otro Bachelard, Sartre o Merleau-Ponty), la inquietud de Foucault cobra la apariencia de una verdadera duplicación de su propio discurso. Duplicación o, mejor, doble constante, esto es, tentativa, llevada al extremo, de decir a la vez el orden del mundo y de sus representaciones en un momento dado (cosa que conocemos, en el movimiento de la investigación foucaultiana, como la descripción arqueológica de un “sistema de pensamiento”) y aquello que, paradójicamente, representaría pese a todo su dimensión de exceso, su desborde, su afuera.
En tanto que los grandes libros de los primeros años, a pesar de la diversidad de sus temas específicos (la locura, la clínica, el nacimiento de las ciencias humanas), analizaban lo que nuestra manera de organizar los discursos sobre el mundo debe a una serie de particiones históricamente determinadas, los textos sobre la literatura que son sus contemporáneos parecen desplegar, al contrario, toda una serie de figuras extrañas –escritores renuentes, palabras congeladas, laberintos de escritura– para encarnar, si no su rechazo explícito, sí al menos su excepción notable.
*Editores de la versión original.