CULTURA
ALBERTO LAISECA

Artefacto místico

Escritor de culto, su nombre carga con infinidad de leyendas. A los 17 años estuvo a punto de convertirse en asesino serial; cuando estalló la Guerra de Vietnam, le envió una carta al presidente Lyndon Johnson para solicitarle ser parte del ejército. Años después, en una estación de trenes, un ladrón quiso arrebatarle el maletín que contenía el (único) manuscrito de Los sorias (según Piglia la mejor novela argentina desde Los siete locos), su obra maestra. A seis años de la muerte de Alberto Laiseca, una notable biografía rescata su figura.

Perfil
. | CEDOC

Alberto Laiseca fue un escritor de culto y, como tal, se han tejido cientos de mitos y leyendas alrededor de su persona y su obra. La mayoría de estos relatos míticos y delirantes –pero no por eso menos reales– fueron propagados por quienes lo conocieron en vida (amigos, discípulos, editores) y popularizados por quienes nunca lo conocieron (lectores, periodistas), pero otros fueron alimentados por él mismo: un gran creador de fantasías, un bardo moderno. De todos estos relatos singulares hay al menos dos que, de haber tenido una resolución distinta, probablemente nos hubiesen privado de uno de los mejores escritores de la historia de nuestro país: el primero dice que cuando estalló la Guerra de Vietnam, un jovencísimo Laiseca se apersonó a la embajada argentina de los Estados Unidos para enrolarse y combatir en las junglas del sudeste asiático, pero como de ahí lo sacaron de una patada en el culo, decidió enviarle una carta al entonces presidente norteamericano, Lyndon Johnson, para solicitarle ser parte de su ejército. Quería luchar contra el Vietcong para curarse de sus miedos, pero por fortuna esa misiva nunca le fue respondida. O quizá nunca llegó a destino, quién sabe. Lo cierto es que Laiseca se quedó en Argentina para pelear su propia guerra interior y convertirse en escritor. El otro suceso importante se remonta a 1958, cuando Laiseca tenía apenas 17 años. Según contó él mismo, por aquellos años había pensado en asesinar personas de forma indiscriminada. Alguien adentro suyo le decía que tenía que salir a matar, pero para alegría de sus lectores y de sus hipotéticas víctimas decidió que no sería un asesino serial. Posiblemente, como escribió Agustín Conde de Boeck en su monumental biografía titulada simplemente Laiseca (2022), de haberse convertido en asesino serial “hubiera dado de que hablar a generaciones; hubiera sido el Quijote de los homicidas, un sangriento cruzado anacrónico y novelero; pero como contraparte nos hubiésemos perdido de la novela más extensa de la literatura argentina, una obra ciclópea que desborda imaginación y delirio, el ejemplo perfecto de “novela total: Los sorias (1998)”. Esta “suma teológica y arma mágica (...) Alfa y omega del realismo delirante”(Conde de Boeck dixit) casi se pierde en otro acontecimiento que, de haber tenido otro final, nos hubiese dejado huérfanos de una verdadera obra maestra. La historia sufre leves variaciones según quién la cuente, en resumen: mientras Laiseca esperaba el tren sentado en un banquito de la estación, alguien quiso arrebatarle el manuscrito original de Los sorias, que llevaba en un maletín,–el único que podía soportar el peso de esa ballena blanca literaria, pero el maletín resultó muy pesado culpa de su monumental carga, y para colmo Laiseca se aferró a él como si su vida dependiese de ello, hasta que el ladrón desistió y huyó desconcertado. Laiseca terminó en el suelo, abrazado al maletín que contenía la única copia que existía de Los sorias. Había salvado la obra de su vida, una novela colosal que tiene 30 mil palabras más que el Ulises de Joyce, que le llevó diez años escribir y estuvo quince años inédita hasta que Simurg la editó en 1998, pero que estuvo craneando desde que era un niño de ocho años y recortaba figuritas para armar guerras caseras. 

Alberto Laiseca nació el 11 de febrero de 1941 en la ciudad de Rosario, pero se crio en Camilo Aldao, un pueblito cordobés. Huérfano de madre y con un padre despótico –“nací en la Unión Soviética y mi padre era Stalin”, solía repetir– con quien mantuvo una relación compleja y que más adelante sería el molde de todos los tiranos de sus novelas, Laiseca era conocido como “el hijo del doctor, un niño raro y a veces problemático al que le costaba hacer amigos porque era visto como una mala influencia. El pequeño Alberto, entonces, jugaba solo, recortaba figuras de revistas viejas para armar ejércitos, edificaba fuertes y ciudades amuralladas. Ahí, en esa cabecita desbordada de imaginación, comenzó a darle forma al universo ficcional de Los sorias. Al finalizar el secundario, Alberto partió rumbo a Santa Fe para estudiar Ingeniería, como quería su padre. Pocos años después abandonaría la carrera y rumbearía hacia Mendoza para trabajar como peón de cosecha. Allí, cuenta Agustín Conde de Boeck, por las noches, en su caseta rural, lee La Ilíada y, de su escasa ración, arroja un trozo de carne y un chorro de vino al fuego como libación a los dioses. Cosechero pagano, descubre en la convivencia con los humildes que el bien y el mal no tienen clase social.” En 1966 viaja a Buenos Aires y pasa por varios trabajos no muy bien remunerados: peón de limpieza, ordenanza en Entel, corrector de prueba de galeras en el viejo diario La Razón, y se ve obligado a “crotear”. Deambula por la zona bohemia conocida como “la manzana loca”,”núcleo contracultural y de experimentación artística de la Buenos Aires de los años 60, con sus manuscritos bajo el brazo. Ahí conoce a su mentor esotérico-espiritual, Ithacar Jalí, y al controversial escritor Marcelo Fox, que se convertiría en su amigo y moriría decapitado por un tren, dejando una obra breve pero de culto. Tanto Jalí como Fox se convertirían en personajes de sus novelas más esotéricas: Los sorias y El jardín de las máquinas parlantes (1993). Mientras tanto, escribía en pequeñas y precarias habitaciones de pensión, lejos de la academia y de la crítica cultural, armado de paciencia y a merced de su hipergrafía. 

Su turno para morir (1976) fue su primer libro publicado, un policial que escribió durante el extenso período de redacción de Los sorias; luego vendría la novela que Ricardo Piglia llamó “prólogo secreto a Los sorias”: Aventuras de un novelista atonal, y el libro de cuentos Matando enanos a garrotazos, ambos de 1982. Sobre este último, además del gerundio en su título, vale destacar que todos los relatos pertenecen al universo ficcional de Los sorias; le siguieron los Poemas chinos (1987), las novelas históricas La hija de Kheops (1989) y La mujer en la muralla (1990), la novela-ensayo Por favor, ¡plágienme! (1991), y sus obras cúspides: El jardín de las máquinas parlantes y Los sorias; El gusano máximo de la vida misma (1999) y Gracias Chanchúbelo (2000) funcionan, según Conde de Boeck, como “ramificaciones expandidas de su gran novela total; en 2001 comenzaría su etapa sadomasoporno y se publicarían en el mismo año el libro de relatos En sueños he llorado, y una especie de reescritura delirante de Drácula titulada Beber en rojo; continuaría esta etapa con Las aventuras del profesor Eusebio Filigranti (2003), Las cuatro torres de Babel (2004),–que más que sadomasoporno es soriana, y Sí, soy mala poeta pero…(2006); en sus últimos años vería publicado el breve Manual sadomasoporno (Ex Tractac) (2011) y saldaría sus cuentas con la Guerra de Vietnam en su novela final: La puerta del viento (2014). 

Esto no le gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

Entre libro y libro, convirtió un ciclo de relatos de horror narrados por él mismo (Cuentos de terror) en un microprograma de culto que fue transmitido durante tres años por el canal I.Sat y culminó con un premio Martín Fierro y una antología homónima publicada por Interzona en 2004; interpretó a Romano, un artista internado en un manicomio, en la película El artista (Cohn y Duprat, 2010) y escribió una versión novelizada del guion que se publicó en 2010; se interpretó a sí mismo en la película Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo (Cohn y Duprat, 2011), con un guion basado en un cuento suyo inédito. 

Laiseca era pagano, politeísta, y creía en la magia. Sobre la eterna lucha entre el bien y el mal (que él llamaba ser y anti-ser) escribió en Los sorias: “Los metafísicos se equivocan: el problema no es ‘ser o no ser’. Ser o anti-ser es la cuestión. La nada constituye tan solo una de las consecuencias que padecen los hombres y el ser mismo, por su derrota frente al anti-ser”. El poeta Guillermo Saavedra cuenta que en una entrevista le preguntó si realmente creía en el mal, entonces Laiseca se puso evasivo, lo hizo ir hasta la cocina a preparar mate y ahí le susurró: “Hay ciertas cosas de las que no se puede hablar porque se despiertan”. Tanto en la vida real como en la ficción (El jardín de las máquinas parlantes), todos los libros de su biblioteca estaban forrados con cartulina blanca, no tanto para evitar robos físicos sino robos astrales. “El libro tiene una tendencia a desaparecer, como las tijeras. Entonces, cuando uno los forra de blanco, les bloquea el astral”, asegura en el documental Deliciosas perversiones polimorfas (Montes-Bradley, 2001). “Para Laiseca, volverse mago y artista es y una y la misma cosa”, escribe Conde Boeck en Laiseca, “No hay que leer Los sorias en voz alta por el riesgo de sus invocaciones: Laiseca lo hizo extensísimo para evitar, precisamente, el atrevimiento de leerlo en voz alta. Pero, a la vez, ocurre que solo leeremos Los sorias el día que lo leamos en voz alta”. Cuando Laiseca se enteró de que el libro estaba impreso, le pidió encarecidamente el primer ejemplar a su editor –Gastón Gallo– sin esperar a que le colocaran la tapa: necesitaba esa primera copia para realizar una ceremonia secreta de agradecimiento. También intentó quitar el capítulo 46 de la segunda edición de Simurg,–cosa que ya había hecho en la edición de Gárgola de 2004, porque había sido amenazado de muerte por alguien poderoso que se sintió aludido, aunque al final solo cambió unas pocas palabras del texto original.

Los sorias: un mito de nuestra literatura, una experiencia física y espiritual. Todo lector debería tener la obligación de sentir el peso de este libro al menos una vez en la vida, disfrutar de esa electricidad que te recorre el cuello y te pone la piel de gallina, apreciar los extraños sueños y pesadillas que produce su lectura, entender el tipo de obsesión malsana que provoca en sus lectores. “La mejor novela que se ha escrito en la Argentina desde Los siete locos”,”según Ricardo Piglia, es un libro sobre tópicos universales como el poder, el amor y la guerra desde la óptica del realismo delirante, un arma literaria mágica, un artefacto místico de casi 1.500 páginas.

El monstruo, el conde, el maestro, el escritor megalómano y wagneriano”que, como Philip K. Dick, sufría hipergrafía y que, según otra leyenda, estuvo internado en un psiquiátrico a finales de los 60 –igual que el gordo Sotelo, su álter ego en la novela El jardín de las máquinas parlantes–, cumplió su ciclo mágico y partió hacia el astral un 22 de diciembre de 2016. Pero Alberto Laiseca ya había ganado porque, como escribe Agustín Conde de Boeck en su imprescindible biografía: “No necesita que lo canonicemos ni que lo leamos. Somos nosotros quienes necesitamos leerlo (…) No le estamos haciendo un favor ‘al viejo’ al homenajearlo, reeditarlo, nombrarlo;…el favor nos lo hacemos a nosotros mismos, porque quizás eso nos salve”. 

Un armazón de supersticiones

—¿Qué te conmovió de la figura de Laiseca como para dedicarle este monumental libro?

—CONDE DE BOECK: El autoengendramiento de un mito por prepotencia de monumentalismo. El tamaño gigantesco de Los sorias connota virtudes que, hasta cierto punto, son reflujos arcaicos, totémicos, conceptos fantasmáticos en los que hoy nadie quiere creer: genio, grandeza, autenticidad, verdad, etc. Palabrotas. Pero lo cierto es que nadie concibe una obra gigante si no la sostiene detrás todo un armazón de supersticiones. ¿Qué hay si no creencia en su obstinada grafomanía, en un esfuerzo casi grotesco de escritura? Porque, además, Los sorias no es una obra de mil trescientas páginas escrita en el estilo minimalista, fugaz, puramente secuencial, por medio del cual se pueden redactar de corrido tropecientas páginas, sino que, por el contrario, son mil trescientas páginas de una literatura de lenguaje, fuerte, densa, trabajada centímetro a centímetro, donde todo suena raro, donde todo supura una inventiva aluvional, exuberante, llena de frases sublimes a rajabonete, una tras otra, como si la poza mágica de ideas no tuviera fondo. Con Los sorias escribió mil trescientas páginas, pero podrían haber sido diez millones. Demencia lírica, efusión de creatividad, su creencia evidente de que la literatura puede funcionar como un talismán ontológico para cambiar el mundo. Todo eso conmueve hasta al más frío.

—¿Cuáles fueron las principales dificultades que encontraste al momento de recrear su vida?

—Hay una especie de lore o legendarium en torno a Laiseca: el escritor monstruoso, obsesivo, de estatura desmedida, con su bigote nietzscheano amarilleado de nicotina, que llegó de joven a la Capital, desde un pueblo de provincia, y después de trabajar por voluntario sacrificio como peón de cosechas, para escribir la novela más extensa de la literatura argentina, una saga tonta y genial llamada Los sorias (antes titulada, entre otros frontispicios barajados, Los súper reyes): una contraepopeya bélica, surrealista, summa del saber humano y divino. Por un lado, está el mito que él mismo consigna en entrevistas y a lo largo de sus propias obras, sembradas de biografemas que uno puede juntar y armar cómodamente como un rompecabezas. Eso está servido, la biografía se entrega atada de pies y manos: hablar de sí mismo era una de las menestralías favoritas de Laiseca, pero antes tuvo la deferencia de tener una vida extraña y profunda de la que vale la pena hablar. O en todo caso tuvo la precaución de inventársela. En un momento dice, en uno de los documentales que se filmaron sobre él, que a los 17 años, después de mucho meditar, decidió no convertirse en asesino serial. Ya no importa si es verdad o no. Es otra cosa lo que habla ahí, en esa anécdota excesiva, en esa veleidad biográfica desaforada. Por otro lado, está todo lo que él dejó parcialmente en sombras, vinculado quizás a ese período proto de su vida, durante los años 60, recién llegado a Buenos Aires: su ambición delirante, su temperamento casi autista, su amistad anómala con el extravagante Marcelo Fox, su discipularidad esotérica con Ithacar Jalí, que duraría décadas. El periplo que va de una personalidad deshumanizada a una paulatina humanización gracias a sus maestros, a la magia, a las mujeres y al arte. Todo eso, hasta cierto punto, está en su obra, aunque enrarecido, pasado por filtros de magia iluminada o alucinada, sepultado (y a veces no tanto) bajo hojaldradas capas de símbolos. Recrear su vida, entonces, no es difícil. No hay dificultades allí donde todo es exuberancia. Escribir sobre Laiseca no es difícil, sino más bien natural. Algún día habrá un biógrafo verdadero de Laiseca que encontrará todas las dificultades propias de ese viejo oficio de rastrear los vestigios de una vida. En mi caso, me niego a ser secretario de mí mismo y engrillarme a armar una biografía barajando diez mil datos fríos. En todo caso, creo que este libro pertenece al género de “vida, obra y milagros” que formulamos con Matías Raia al escribir un libro sobre Marcelo Fox, una obra que es más que una biografía y menos que una biografía. Leer la vida y la obra desde los milagros: no exhumar la información prosaica, el dato fetichista, sino buscar el personaje en el núcleo perverso de su mito.

—¿Se lee lo suficiente a Laiseca? 

—No, no se lo lee lo suficiente, pero a la vez nunca podemos estar seguros de que un gran autor necesite o merezca una lectura masiva. Esta es una época infradotada y fea que avanza a saltitos anfibios hacia la imbecilidad perfecta. Yo creo en los lectores que se autoeligen, no en las literaturas que se autopromocionan y que elucubran aspiraciones chabacanas. Para que Laiseca fuera más leído,…¿qué debería desearle yo a su obra?, ¿una sólida operación de marketing tendida a su alrededor como una trampa lista a cerrarse?, ¿que lo publiquen completo en Random House o en Anagrama y se vuelva for export? No creo que Laiseca deba ser una literatura de secta, de circulación secreta, pero tampoco me entusiasman las liviandades de una pasajera moda editorial. Solo se le puede desear la disponibilidad: que sus libros existan, que estén, mejor si en todos los idiomas del mundo, para que quien quiera someterse a su extraño magisterio pueda hacerlo. Pero dejar de creer, eso sí, que uno tiene que ir a rescatar a Laiseca (pobrecito, olvidado, etc.). Si vamos a leerlo, el favor no se lo hacemos a él, que ya está cosechando papa en el Valhala, sino a nosotros mismos. Laiseca es el eterno parvenu. Nunca será (no debe ser) un escritor importante, en el sentido de un escritor al que ya se leyó antes de leerlo porque la cultura lo ofrece como ya leído. Aira dice que construirse en importante es la condición para que un escritor pase al dominio público. Creo que ahí, en esos efectos atróficos, sean los del esnobismo o los del mercado, o los del mercado del esnobismo, Laiseca nunca va a funcionar. Está blindado mágicamente. Lo innumerable de su gesto es precisamente lo que nunca debe ser reterritorializado. Requiere aprendices de su lengua monstruosa, no lectores en masa que posen con sus libros y después se vayan a vivir sin concepción de lo sagrado.