CULTURA
ENTREVISTA

Erri de Luca: “Borges fue el platón de macedonio”

Nació en Nápoles en 1950. A los 18 años participó del movimiento del 68 y tiempo después se sumó a las filas de la organización de extrema izquierda Lotta Continua. Trabajó como albañil y camionero; en la guerra de la ex-Yugoslavia intervino como conductor de columnas de ayuda humanitaria. Aficionado al montañismo, es autor de más de cincuenta libros, traducidos a treinta idiomas. Considerado uno de los autores italianos más relevantes de las últimas décadas, Erri De Luca pasó por Buenos Aires y enhebró este diálogo en profundidad con PERFIL, que a continuación reproducimos.

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| pablo temes

De visita en Buenos Aires para participar en la Feria del Libro, Erri de Luca (1950) ha escrito narrativa y poemas prácticamente durante toda su vida, y en condiciones que de ninguna manera eran las ideales. El éxito tardío de sus textos literarios, publicados también tardíamente, no impiden –más bien, a la inversa– reconocer en él a un tipo de escritor paradigmático. La militancia política en la Italia de los años 70, su sensibilidad social, la vida nómade de trabajador en distintos oficios, cierto amor por la aventura, su participación en la guerra de la ex-Yugoslavia como conductor de columnas de ayuda humanitaria, incluso el aprendizaje autodidacta de varios idiomas y su afición por el montañismo, evocan a una figura literaria en extinción. Posiblemente el interés por sus libros, aunque él no termina de explicárselo, se explique por esa peculiaridad, por ese aire de estar un poco fuera de lugar. La entrevista, llevada a cabo en la habitación de un apart hotel de la zona norte, es en gran medida reveladora de la idiosincrasia de una personalidad que emerge de la memoria del siglo XX en franca disidencia, y solo a título individual, con una época donde el presente tiende a borrar el pasado y el futuro.

—Erri, para empezar, si me permite, querría preguntarle acerca de su trabajo como escritor con la memoria, en la medida en que en su obra resulta primordial la memoria de su propia biografía, de su trayecto vital. En ese sentido, Henri Bergson decía que en el presente había más de pasado que de presente. Como usted, Marcel Proust, que tenía cierta influencia bergsoniana, también regresaba a su propio pasado en su gran obra literaria. ¿Cuál es su relación con la memoria? En Proust el sabor de la magdalena inicia la búsqueda del tiempo perdido para recobrarlo. ¿Y en usted, cómo sucede?

—No me sucede con la magdalena sino con el bacalao…

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—¡Y en Nápoles, además!

— ¡Además! No, hablando en serio, la verdad es que tengo una relación difícil con la memoria, porque yo no recuerdo nada. Es la memoria, no yo, que me envía una limosna, una pizca de algo, entonces empiezo a escribir. El punto de partida es un pequeño detalle en el presente que desata en mí un recuerdo, es como un pequeño regalo que me permite volver al pasado y escribir. No se trata más, al principio, que de un fragmento de recuerdo, como una reliquia. Eso me hace muy feliz. Puede ser cualquier cosa, cualquier detalle, lo que despierta el recuerdo. Mi trabajo consiste en reconstruirlo, en elaborar una historia.

—¿Cómo es eso? ¿Cómo ocurre esa reconstrucción de una fracción de su vida pasada, vivida y olvidada?

—Es un salto de emoción en el recuerdo, y para que perdure esa emoción empiezo a escribir. La emoción entonces sigue, mientras escribo, me hace compañía y me ayuda a sentirme mejor conmigo mismo. Sin embargo, no puedo decir hoy me siento a recordar y recordar de ese modo. El recuerdo se despierta involuntariamente por algo que percibo en el presente.

—Muy bergsoniano, Erri. Pero, ¿ese recuerdo, que vuelve, una vez reconstruido, sigue teniendo el mismo sentido anterior?

— No. Le explico con una imagen. En el medio de las rocas, junto al mar, se forman pozos de agua. Las olas se precipitan sobre las rocas, se detienen allí y dejan esos pozos de agua. El agua del mar, al tiempo, después, se evapora, pero queda la sal sobre las rocas. La sal es la escritura y el agua del mar y el oleaje es la vida. Mi escritura es un residuo de lo que la memoria trae del presente.

—Dicho de otra manera, ¿con ese residuo, esa destilación tan sutil, se modifica de algún modo la memoria de su vida?

—No, porque la escritura, al relatar una historia la transforma, le da una versión particular. Si un lector conoce esa historia no la reconoce. Ese lector la contaría de una forma diferente. La escritura es como un acto de prepotencia que aspira llegar a la versión definitiva de un episodio pasado, pero no es cierto que pueda. Solo consigue una versión entre muchas versiones posibles. No, la escritura no modifica el pasado. Lo que hace es darle una versión mejorada. Las personas de esa historia se conocen mejor, viven algo más intenso de lo que vivieron. Si faltó decirse entre ellas algo, bueno o malo, lo dicen. Es el resto, el residuo que sobrevive del pasado.

—Entonces el pasado no se ha perdido.

—El pasado no se pierde, no. Mi pasado es la justificación de mi presente. Por ejemplo, yo era un joven revolucionario, en los años 70, en Italia. Ahora todo, todo, ha cambiado. Aquel mundo no existe más. Pero yo soy lo que queda de ese joven revolucionario, soy el presente de esa pasado. Si ese joven hoy se encontrara conmigo, yo sé que me daría la mano, se identificaría conmigo, se reconocería en lo que yo soy en el presente, se daría cuenta de que somos la misma persona, muchos años después, cuando el mundo ha cambiado.

—¿De alguna manera usted es aquel joven revolucionario actualizado?

—Pero “revolucionario” es una palabra colectiva, remite a una comunidad, de modo que yo solo, como individuo, no puedo usarla para definirme. Más bien soy una consecuencia de la historia de ese joven revolucionario, una consecuencia coherente con él, de su edad y de su personalidad. Para mí es importante mantener una lealtad con aquel joven revolucionario, con aquellas razones en las que me reconocí en los años 70.

"Una cosa es la militancia pública y otra la vida clandestina, la acción armada"

—Usted participó en esos años de Lotta Continua, un movimiento revolucionario de izquierda, y se fue en 1976. ¿Por qué se fue? Todavía era una época revolucionaria.

—Era una época revolucionaria, como usted dice, pero la mayor grandeza de Lotta Continua coincide con su disolución, porque ya era una desmesura. Por el desarrollo de su estructura tenía que convertirse en partido para no desaparecer, había cruzado un límite y ya no podía ser un movimiento asambleísta, sin una dirigencia organizada y reconocida. Llegamos a una frontera en que era necesario transformarse en un partido y entonces colapsó. Es como una empresa familiar que crece mucho y, al final, la única manera de que continúe y no desaparezca es venderla.

—¿Pero por qué, en esa época, no se unió a otro sujeto colectivo revolucionario?

—Porque lo siguiente era la lucha armada y eso no me gustaba, porque una cosa es la militancia pública, abierta, que usa la palabra y participa de protestas, y otra la vida clandestina, oculta, de la banda armada, que considera la acción armada más elocuente que la palabra. Algunos compañeros lo hicieron, pero yo no.

—Después de abandonar Lotta Continua usted trabaja en diversos oficios: albañil, conductor de camión, obrero de fábrica y otros. ¿A partir de esa experiencia proletaria, digamos, se fortaleció su ideología?

—Fue la continuación de mi experiencia anterior, sin una comunidad de pertenencia. Era lo único en lo que podía ganarme la vida. Se trabaja de obrero por necesidad. Nunca he conocido un obrero que trabajara por libre voluntad, ni que quisiera que sus hijos fueran obreros. Todos quieren que sus hijos hagan algo mejor. Fue mi forma de vida, porque yo no tenía estudios universitarios, ningún título, me había pasado la vida en la militancia revolucionaria, las comisarías estaban llenas de prontuarios con mi nombre. Hay una celebridad que nunca cae, y esa es figurar en los prontuarios policiales. Entonces mis posibilidades se restringían al ámbito de los operarios, de los trabajadores, de los obreros.

—Supongo que mientras se mantuvo abierto el horizonte de la revolución los obreros italianos fueron revolucionarios.

—Sí, eran profundamente revolucionarios. La situación de por sí era revolucionaria, como efecto de la política italiana. Habían cambiado las relaciones de fuerzas en las fábricas. Y miles de nosotros fuimos apresados y encerrados en las cárceles. De hecho, pudimos transformar la cárcel desde adentro, incluso llevando libros. Pero nosotros éramos la emergencia de una temperatura política que se daba en Italia.

—¿Qué libros leía en los años 70, si se puede saber?

—Poca literatura. Era obligatorio leer a Marx, Lenin, Mao, Black Panthers, Franz Fanon, Bakunin, los autores de la historia revolucionaria del mundo. Era una lectura común, comunitaria. Todos leíamos los mismos libros, es decir, lo contrario de la literatura, porque en literatura uno elige lo que quiere leer, el autor que prefiere. En esa época no, en aquellos años leíamos los mismos textos revolucionarios colectivamente.

—Volviendo a la metáfora del agua del mar y la sal, ¿qué residuo le ha quedado en su memoria de esas lecturas revolucionarias luego del retiro del oleaje de la historia?

—No lo reconozco, no puedo identificar la química de ese residuo. Pero sí siento que está dentro mío.

—Siendo traductor en varios idiomas, quizá puede traducir ese sentimiento a la lengua del mundo actual.

—No puedo. La revolución es algo propio del siglo XX y se consumió en el transcurso de ese siglo. Hoy no existe ningún movimiento revolucionario como los de aquella época.

—Creo que es Frederic Jameson, no recuerdo bien, quien dijo que hoy es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo.

—Yo creo que van a coincidir los finales.

—No sería raro. Una curiosidad: ¿por qué se dedicó, y de modo autodidacta, a estudiar tantos idiomas, sobre todo el hebreo? ¿Qué lo impulsó a conocer el hebreo?

— También una curiosidad. El hebreo es la lengua original del monoteísmo, y yo quería saber qué había en esa lengua que tuvo la responsabilidad de cancelar el politeísmo. Qué había allí de explosivo o de contagioso, para obtener ese resultado. Pero leyendo la Biblia en traducciones, en italiano, perdía su cualidad. Entonces aprendí el hebreo y comencé a comprender por qué. Ese es un capítulo enorme, grandísimo. Por eso le voy a decir solo lo siguiente. La palabra de la divinidad bíblica dice y crea el mundo. Dice “luz” y adviene, encendida, la luz. Los primeros seis días de la Creación consisten en un decir de la divinidad. Hay una compenetración entre palabra y acción. Por lo tanto, la divinidad, mediante la potencia creadora de su palabra, se hace responsable de lo creado.

—¿Cuándo comienza a estudiar el hebreo ya escribía?

—Sí, escribo desde la adolescencia. A los 11 años escribí mi primer relato, que era la historia de un pez. El primer libro que conocí me lo leyó mi mamá, porque yo todavía no sabía leer, cuando enfermé de escarlatina. Era Los tres mosqueteros. Con la divinidad bíblica se da la cumbre del poder de la palabra. Es una palabra creadora. Con las palabras los escritores tratamos de suscitar ciertas emociones en el lector, pero es una forma menor de creación. Por esta razón me siento más que un escritor un redactor de historias que ya fueron narradas y de las cuales yo hago una versión.

—Pero la palabra puede ser también destructiva, no creadora.

—Seguro, la palabra tiene una fuerza poderosísima. Dice un proverbio bíblico que hay hombres cuyas palabras son como golpes de espada. Hay lenguas que cortan más que espadas. Sin embargo, a mí no me tienta usar esa dimensión destructiva de la palabra. No tengo esa voluntad de poder y, en general, renuncio a ejercer toda voluntad de potencia respecto de las personas. Siempre que me han ofrecido algún cargo lo he rechazado. No es mi temperamento.

—¿Cómo se decidió a escribir su primer libro publicado en 1989, “Aquí no, ahora no”? ¿Cómo se atrevió?

—Es mi primer relato publicado, pero no el primero que escribí. Aquí no, ahora no es la narración de un sueño que tuve con mi madre. En el sueño ella era muy joven y viajaba en un tranvía, a través de Nápoles. Pero no me reconocía, no sabía que yo, que estaba allí, con más años que ella, era su hijo. Entonces, cuando me desperté a la mañana, milagrosamente lo recordé y empecé a escribir sobre aquel sueño. Ese es el origen del libro.

—¿Su madre está relacionada con su vocación literaria?

—Mi vocación literaria me fue regalada por la biblioteca de mi padre. En cambio, mi madre me inculcó una educación sentimental. Cuando era un niño, en Nápoles, yo tenía zapatos, pero los otros niños no, yo comía lo suficiente para mi edad, y los otros niños no, yo concurría a la escuela pero los otros niños no. Estas diferencias mi madre me las señalaba, me educó para que yo sintiera toda esa injusticia. Entonces yo era un bambino que no podía hacer nada contra eso. Pero al crecer, pude inventar respuestas ante esa realidad. Por eso, en los años 70, me uní a los revolucionarios que intentaban responder, como yo, a las injusticias sociales.

—Considerando que usted es montañista y escritor, ¿encuentra alguna equivalencia entre escalar una montaña y escribir un libro?

—Ninguna. El montañismo es mi manera de estar feliz con mi cuerpo.

—Menos todavía con respecto al trabajo en una fábrica.

—Trabajar como obrero me ha enseñado una disciplina y cómo usar el tiempo libre fuera del trabajo. Escalar una montaña es atravesar un recorrido, de ida y de vuelta. En cambio, cuando escribo no sé hacia dónde voy, emprendo un recorrido por primera y única vez. Además, en la escritura no tengo que hacer ningún esfuerzo. Escribir, para mí, representa un gran momento de libertad y de alivio del mundo, de todo lo que pasa alrededor. También, cuando trabajaba de obrero, la escritura era un alivio de esa vida. La escritura justificaba la jornada, ese pequeño momento, al final de la jornada de trabajo, salvaba las horas de ese día dedicadas a subsistir. La escritura le daba sentido a mi vida de obrero.

—¿Escribía para usted, sin expectativas de publicar?

—Por entonces me hacía compañía con la escritura. No lo hacía para publicar, no tenía esa idea, porque creía que a nadie podía interesarle lo que yo escribía. Todavía hoy no sé por qué interesan mis textos. Sin embargo, hoy la primera versión también la escribo para mí. La segunda ya la pienso para el lector.

—Sé que ha leído a Macedonio Fernández.

—Lo he leído por Borges.

—Macedonio era un escritor que no escribía para publicar, sino para ayudarse a pensar, según dice Borges.

—Macedonio Fernández era uno de esos grandes espíritus que contagian a todos aquellos que lo rodean, pero que no quieren ser fijados en algo. Es como un Sócrates, que necesita de un Platón para que pueda recuperar lo dicho por él. Borges fue el Platón de Macedonio Fernández. Borges, yo pienso, es el único escritor del siglo XX al que es obligatorio leer. Lo digo como lector, por el entusiasmo que me ha transmitido leer a Borges, incluso los poemas. Una vez que vine a Buenos Aires, hace mucho, paseaba por la Recoleta y fui al cementerio a buscar su tumba y después me enteré de que estaba en Ginebra. Decepcionado, comencé a caminar y de repente me encontré con una placa, en un edificio, que decía que ahí había vivido Borges. Y yo sentí que de ese modo Borges me quería agradecer la visita, aunque me había equivocado. Después, sí, después visité la tumba en Ginebra y me saqué una foto.

—¿Usted también trabajó de periodista?

—No, algunos diarios me invitan a veces a escribir para que dé mi opinión, pero yo no soy periodista, porque no soy neutral ni objetivo, que es lo que deberían ser los periodistas. Por otra parte, el periodista es un sujeto colectivo: trabaja dentro de un periódico, de un diario. Es como en el cine, una actividad colectiva. Y yo soy completamente individualista. No me atraen ni el periodismo ni el cine ni la política partidista, oficial.

—Sin embargo, en su literatura y en usted hay una inclinación hacia los asuntos sociales y políticos.

—Cierto, por ejemplo, me llamaron de Médicos sin Fronteras y me pidieron que vaya al Mediterráneo para ayudarlos a salvar a náufragos. Para mí eso es una orden y obedezco. Si hay una parte de Italia que pide que intervenga en algún problema, yo voy e invento respuestas ante las injusticias.

—¿Cuánto hay de verdad en las acusaciones que se le hicieron por supuesta instigación al sabotaje contra la construcción del tren de alta tensión en el Valle de Sussa?

—Sí, yo utilicé esa palabra, dije que había que sabotear la construcción del tren de alta tensión. Y fui procesado por incitación a la violencia. Pero estoy en desacuerdo con la interpretación dada por la causa de la palabra “sabotaje”, que no quiere decir “dañar”. Cuando los obreros hacen huelga sabotean la producción, pero sin romper la maquinaria. Los pobladores del Valle sabotearon, en ese sentido, la construcción del tren y reivindicaron la palabra “sabotaje”. Me gusta esa palabra francesa, del verbo “saboter”, que significa “hacer ruido con zuecos”. Este verbo proviene de la palabra “sabot”, que es el zueco de madera. La historia dice que en el 1700 los trabajadores textiles, que usaban zuecos, los arrojaban dentro las máquinas para interrumpir la producción, como forma de solidaridad y protesta por los despidos de sus compañeros. Esa es la bella historia de la palabra “sabotaje”. Por eso me gusta.

—Ya que estamos en el final de la entrevista, si quiere terminarla con una invitación al sabotaje, en ese bello sentido, está en libertad de hacerlo.

—Es que todas las luchas nobles consisten en eso, en sabotear la opresión y toda injusticia.