CULTURA
Apuntes en viaje

Caja sorpresa

En el proceso de descamación quirúrgica encontré una caja que jamás había visto, más bien pequeña, tapizada con un forro sintético azul.

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Caja sorpresa. | marta toledo

Mi abuela se llamaba Sara Durañy. Hasta donde sé, nació en San Pedro, el entretejido arterial del campo profundo. Sus padres, los bisabuelos que nunca conocí, oficiaban de caseros en una estancia vasta y productiva. Mi abuela, hasta donde sé, no tuvo educación formal, solo asistió a la escuela hasta segundo grado. Trabajó con los padres en el mantenimiento del campo hasta cumplir los dieciocho años. Luego, hasta donde sé, conoció a mi abuelo y se casó. Nunca más volvió a trabajar. Solo tuvo una hija.

Hasta donde sé, mi abuela estuvo peleada con mi madre desde siempre.

Esta semana emprendí una nueva mudanza, lo que me obligó a ordenar ropa, libros y fotografías dispersas en cajones y armarios: imágenes de mi niñez –tres álbumes de tapa dura, color marrón–; fotografías de adolescencia y juventud temprana –primeros viajes dentro y fuera del país- agrupadas en pequeños cuadernos portafotos de cubierta blanda (publicidad de Kodak); fotografías de mi padre, de niño, joven y adulto. De mi madre solo hay dos fotos.

En ese proceso de descamación quirúrgica encontré una caja que jamás había visto, más bien pequeña, tapizada con un forro sintético azul. No sé de dónde salió, quien me la acercó, aunque presumo que la habré guardado cuando con mis hermanos exprimimos el departamento familiar una vez fallecido mi papá. Suelo atesorar cualquier registro de parientes porque en la historia de mi familia florecen extensas praderas sin amueblar, hiatos espaciotemporales que nadie pudo clausurar. En mi casa no se hablaba de mis familiares suicidas (dos tías, una prima, hasta donde sé), no se mencionaba a mis bisabuelos; mis abuelos paternos transitaban como espectros; del padre de mi mamá, el marido de Sara, solo sabía que había sido colectivero en Chevallier; tampoco se hablaba de mi hermano, que había muerto de cáncer. De mi abuela materna tampoco se hablaba, pero como vivía cerca de mi casa, y yo la adoraba, me escapaba casi a diario para verla.

Lo curioso es que mi abuela tampoco hacía mención a su pasado. Para mí, había nacido así como la conocí: en su departamento, dedicada a despertar temprano, encender la radio, hacer mate cocido en la cocina, comer pan con manteca, tender la cama, asear la casa, cocinar para mí y para mis hermanos, salir a hacer alguna compra al supermercado Hawaii, y esperar que el tiempo pase (solo miraba televisión por las noches).

Cuando cumplí los veinticinco años, emprendí un viaje de cuatro meses por Europa. Al regresar, mi abuela ya estaba internada a causa de un tumor que la liquidó en apenas tres semanas. En el entierro volvió a agolparse en mi frente una evocación vaporosa de tristeza, de sosiego a la vez: con la muerte, mi abuela había detenido esa reproducción en loop del pulso rengo. Recuerdo que cuando empecé a leer, a viajar sobre todo, y el mundo zoquete comenzó a expandirse a mi alrededor, solía reflexionar sobre el universo minúsculo y rutinario –solo interrumpido cada cinco años cuando se estiraba hasta las Termas de Río Hondo- de mi abuela. Me desesperaba, y en ocasiones me enojaba: ¿para qué vivir si no es para engordar la percepción sensible?

La caja que descubrí en esta última mudanza está repleta de fotografías de mi abuela, junto a mi abuelo y otros rostros sin nombre, en distintos lugares de Argentina; una porción considerable de imágenes la ubica en sitios icónicos de España, Portugal e Italia. Hasta donde sé, no sabía nada de mi abuela.

La versión desabrida de Alejandro, se seca una lágrima.