Los periodistas llegan al hospital en busca de los protagonistas de un suceso policial. Hay una negociación con médicos y personal de seguridad que no excluye momentos de tensión y de complicidad, y reflexiones al paso sobre la pérdida de valores en la sociedad y la desconfianza en la Justicia. La escena puede verse en Tinta roja (1998), el excelente documental de Marcelo Céspedes y Carmen Guarini sobre la sección de policiales del diario Crónica, y documenta una práctica cada vez menos frecuente: la salida en equipo del cronista y del fotógrafo al lugar de los hechos, en una época en que las imágenes no se bajaban de la web sino que eran el resultado del trabajo cuerpo a cuerpo de los reporteros gráficos con policías, víctimas, delincuentes, testigos y otros actores de la crónica roja.
Las imágenes del criminal y de la víctima ahora pueden provenir de Twitter o de Facebook y el hecho probablemente habrá quedado registrado en filmaciones de cámaras de seguridad o en los teléfonos celulares de cualquier persona que pasaba en el lugar. “No importa tanto la calidad de la fotografía, sino la inmediatez, y contra eso no hay manera de competir”, dice el fotógrafo y cineasta Diego Levy, autor de los ensayos Sangre (2006) y Choques (2010).
Daniel Vides, presidente de la Asociación de Reporteros Gráficos de la República Argentina (Argra), dice que hablar de “fotos de las redes” es un eufemismo. “Se las estás robando a alguien. Una cosa es que vuelque un micro y levantes una foto para dar en el momento y otra, pensar en coberturas de hechos de agenda cotidiana con fotos de Twitter. No tiene que ver con una muerte del fotoperiodismo, aunque cambie la práctica con el desarrollo tecnológico, sino con la muerte del buen hacer del periodismo”, sostiene.
Pompas fúnebres. “La fotografía ocupa un lugar central en las crónicas policiales desde los inicios del género”, destaca Brenda Focás, investigadora del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad de San Martín. Los primeros ensayos fotográficos se publicaron en Caras y Caretas a fines del siglo XIX, cuando su director, José S. Alvarez, presentó los retratos de especialidades delictivas de la época, como el punguista y los cuentos del tío, con una galería de fotos que ilustraba paso a paso los modus operandi. Las imágenes del Petiso Orejudo (1912), el mafioso Juan Galiffi detenido por la policía (1933), la captura de Robledo Puch (1972) y las fotos de Sergio y Pablo Schoklender mientras permanecían prófugos (1981) son apenas algunos hitos en la tradición.
“El sensacionalismo que promueven estos relatos está vinculado con el uso de imágenes impactantes. Es un registro que se exacerba con la televisión, donde la imagen prima ante las palabras, y ahora con el uso de las redes sociales. Por eso los editores privilegian las coberturas que tienen más impacto”, analiza Focás.
Un criterio típico puede encontrarse en lo que exponía Héctor Lorenzo, director de Crónica hacia fines de los años 90, ante estudiantes de Periodismo: para estar en la tapa del diario, una noticia debía tener muertos, y se sobreentendía que también las fotografías del caso. El semanario ¡Esto!, bajo la dirección de Adriana Belmonte, multiplicó el requisito en la misma época y lo llevó a cada página y a desarrollar coberturas fotográficas que, en ocasiones, no se distinguían de una exhibición de atrocidades.
Focás corrige ese punto de vista: “No toda muerte en un caso policial es condición de que sea visibilizada, ni toda muerte es criterio de noticia por sí misma. Hay variables que inciden en la decisión de mostrar el cuerpo muerto, como el género, la clase social, la productividad política que tiene mostrar o no mostrar una imagen”.
Sin embargo, spoileado por las redes sociales, agrega Focás, el sensacionalismo dejó de ser una práctica del periodismo menos prestigioso para volverse dominante en las coberturas mediáticas. La advertencia de que las imágenes pueden “herir la sensibilidad” más que inhibir al público provocan su curiosidad: “Las audiencias califican a estas noticias de sensacionalistas, pero no dejan de mirarlas”.
Dentro y fuera de la rutina. En Tinta roja, un editor de policiales pone ante la mirada del espectador una serie de fotografías tomadas en un velorio. Unos pocos motivos se repiten sin mucha gracia: el cajón con el cadáver, una corona fúnebre a un costado, los familiares del muerto. El editor elige una imagen del ataúd rodeado por tres hombres que miran a cámara y tocan el cuerpo, como si lo acariciaran. “Es impublicable, pero es lo único que tengo”, se justifica.
Si la crónica, según la definición canónica, es literatura bajo presión, el apuro por el cierre, la urgencia de informar cuanto antes y otros factores de apremio se potencian en la fotografía. Los reporteros gráficos, además, no suelen ser bienvenidos en los lugares donde acaban de producirse situaciones de violencia y los ánimos están encrespados.
Saber esperar es la clave, dice María Eugenia Cerutti, fotógrafa en Clarín durante 17 años: “Si me decían que sí, hacía fotos; si me decían que no, no. Es decir, era respetuosa de la escena y de las personas involucradas. No hubiera podido hacer policiales de otra manera”. Una de las primeras notas que recuerda fue un hecho de persecución y robo en Saavedra que terminó con un muerto, cuando llegó a tiempo de contemplar la escena de la muerte, el cuerpo bañado en sangre –como decían las viejas crónicas– y cubierto con diarios en la vereda, y la imagen cenital que tomó desde una terraza y, raro entonces para un policial, llegó a la tapa del diario.
Daniel Vides rememora incertidumbres del contacto con la policía. “Cuando hacíamos fotos de detenidos, tratábamos de generar una imagen que ilustrara una situación –dice–. Ahora las imágenes que distribuyen las fuerzas de seguridad son fotos tomadas con un celular por un policía que no dan cuenta de nada. Claro que nosotros no sabíamos si el fotografiado era efectivamente el detenido o un policía que se tapaba la cabeza y representaba ese papel. Uno nunca podía dar fe de quién era esa persona”.
En Sangre, el ensayo sobre la violencia que desarrolló en Buenos Aires, Medellín, Ciudad de México y Río de Janeiro, Diego Levy se liberó de la rutina. “Al estar despojado de las presiones generalmente tendenciosas de las oficinas de redacción, su mirada directa y su encuadre seco, contundente, no buscó el lugar común ni el golpe bajo”, dijo Juan Travnik en el texto curatorial de la muestra de fotos. Sin embargo, el vértigo cotidiano estaba en su ritmo de producción: a veces la imagen se revelaba para Levy literalmente cuando la copiaba, ya que en el transcurso del suceso no podía advertir los detalles, como en la foto de un cuerpo, del que solo se ve la mano, cubierto con un diario que tiene un gráfico sobre el arte de la bijouterie con pequeñas manos.
“Era la fotografía que más me gustaba hacer –cuenta Levy–. Había algo en esas imágenes que me remitía a los grandes maestros de la fotografía, de los cuales había aprendido, entre comillas, y me atraía muchísimo”. Sangre recibió el premio de la Fundación del Nuevo Periodismo Iberoamericano, y una de la de las imágenes de Choques, un premio en un salón de artes visuales. “En la segunda serie hay una búsqueda distinta, cambié de formato, de película, de estética, pero no dejó de ser fotografía documental”, dice Levy, que en septiembre estrenará Juan Sebastián, un largometraje documental sobre el cantante de Ratones Paranoicos.
Una salida. El redescubrimiento del crimen de Alcira Methyger, mientras hacía fotos en el Museo de la Policía Federal, fue el punto de partida de Con toda la muerte al aire, una producción performática de María Eugenia Cerutti que integró diversos registros fotográficos (históricos, actuales, imágenes intervenidas), un montaje audiovisual y la inclusión de actores, sonidos y voz en off para revisar la trama de un descuartizamiento que dividió a la sociedad argentina en 1955, la historia de un femicidio que no fue contado como tal.
“Vengo de la fotografía documental, más dura, y esta modalidad me permitió trabajar con límites más blandos, que para mí hicieron más potente el trabajo”, dice Cerutti. Como parte de la investigación recopiló imágenes del museo policial y del Archivo General de la Nación, rehizo el recorrido del homicida, Jorge Burgos, en los sitios donde dejó los restos de Methyger, y revisó los relatos periodísticos de la época para analizar la recepción del caso y el modo en que la víctima, una “mala víctima” según la sanción moral de entonces, terminó por ser vista como una especie de verdugo del asesino. Ahora el trabajo continúa con la edición de un libro.
“Con toda la muerte al aire tiene varios soportes. Puede ser una muestra, puede ser un libro, puede ser una performance –plantea Cerutti–. Con distintas disciplinas intento armar una reconstrucción poético-artística del caso y mostrar sus implicancias, sus repercusiones, su contexto histórico”. Una alternativa al ensayo convencional, dice, y tal vez una nueva posibilidad en los tiempos de crisis del fotoperiodismo policial.
Pesquisa en el museo policial
La sala de criminalística del Museo de la Policía Federal parecía perdida en el tiempo. El orden del lugar, “su sentido general muy siniestro”, se condensaba en el fichero de metal que descubrió María Eugenia Cerutti sobre el descuartizamiento de Alcira Methyger. “Tiene dos imágenes enfrentadas: la foto de Jorge Burgos, a la izquierda, con una cinta negra tapándole los ojos y a la derecha, en la camilla de la morgue, los restos de Alcira. Esa fue la clave para empezar a trabajar el caso. Pregunté quién había puesto la cinta negra y nadie sabía. El sentido, mirando hoy con perspectiva de género, es fuerte, el victimario está protegido, y ella completamente a la vista”.
El expediente judicial contenía las imágenes de la reconstrucción, con una mujer policía en el rol de Alcira y algo teatral en la representación. “La fotografía tiene eso, te lleva a otros mundos más allá del referente al que alude, tiene muchas asociaciones. En la camilla, además, estaban las partes del cuerpo de Alcira reunidas, y había fotos aparte de la cabeza, un pedazo del torso, las piernas... Todo el proyecto lo pensé en esa clave, como un rompecabezas desfasado, dislocado. Me interesaba ver las huellas que conservan las imágenes para reconstruir la historia y para observar dónde estamos ahora”.
En las fotografías de la víctima, Burgos suele aparecer cabizbajo, triste, como una víctima. En un momento, cuando nadie la veía, Cerutti despegó la cinta que cubría su imagen en el museo policial y pudo ver cómo miraba el asesino.