Lo sabemos, es "cuestión de tiempo" para que se vayan todos los grandes, pero sé también que fue Cuestión de tiempo (con mayúscula en la “C”) la saga de historietas con la que conocí a Juan Giménez cuando la rompía en la Fierro de la primera etapa. Esa Fierro en la que Juan Sasturain, con su gracia habitual, reunió un “dream team” que hoy es histórico. Ahí jugaron en los guiones tipos como Trillo, Sampayo, Barreiro o el mismo Sasturain con dibujantes de la talla de la familia Breccia (los cuatro), Muñoz, Altuna, Solano y jóvenes promesas como Cachimba, De Santis y Risso. Entre tantos otros monstruos.
Ese primer Giménez me deslumbró con su imaginario tecnológico que inspiró al cine por venir, con escenarios de un detallismo catedralicio, donde cada armamento, nave espacial, vehículo o traje tenía un sentido. Uno podía perderse en el óxido de un tornillo, mientras seguía con el ojo las peripecias enrevesadas de los personajes de Giménez. Cuestión de tiempo iba, naturalmente, sobre aventuras y viajes temporales, pero tenían una impronta única: la que impone el lápiz y el pincel de un genio, en este caso, el de Juan Giménez.
Las efemérides dicen que Juan Giménez nació como Juan Antonio Giménez López en la provincia de Mendoza en 1943. Falleció este jueves, un dos de abril, justo un dos de abril, él, que había contado tantas y tantas historias bélicas. Primero desde las páginas de Frontera, Misterix u Hora Cero y después con esa saga tan poderosa que fue As de Piques, guionada por el “Loco” Barreiro. Y dejo afuera todas sus historietas espaciales, aunque me viene a la memoria la extraordinaria War III.
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Giménez, como Raymond, como Foster o como nuestro José Luis Salinas, era la clase de dibujante que nace, si me permiten el uso de un gerundio, sabiendo dibujar. No parece haber demasiado desarrollo gráfico en su obra. A todas luces, nació con la categoría de maestro. Ese talento le abrió las puertas de Europa en los años setenta cuando supo que el país le quedaba chico. Seguía los pasos de uno de sus coterráneos, los de Joaquín Salvador Lavado Tejón, más conocido como Quino. También mendocino como Giménez. A fines de esa década, debutó en el color con la serie de “Estrella negra”, también con guiones de Barreiro. Serie, como otras, que el tiempo y la admiración de los lectores la han declarado como un clásico del género.
Poco después, llegó su consagración, comenzó a colaborar con escritores avezados como Carlos Trillo (con el que realizó Basura), Emilio Balcarce, Roberto Dal Prà, el mismo Barreiro o Alejandro Jodorowsky. Con el director de El topo realizó la saga de Los metabarones. Publicando sin pausa en las mejores revistas de historietas como Métal Hurlant, Fierro, L'Eternauta o 1984.
Giménez era el bicho ideal para un guionista. Su perfección gráfica, en alguna medida, trascendía las estrecheces visuales de la pantalla de cine de aquel entonces. La magnificencia imaginativa y gráfica de Giménez incluso hoy día sería difícil de trasladar a la pantalla. Una historieta de Giménez es mejor que cualquier adaptación de cine que pudiese hacerse de esa historieta. No porque la historieta sea un género menor, sino porque el genio de Giménez desborda los dos géneros.
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Naturalmente, el séptimo arte tampoco fue ajeno ni indiferente al genio mendocino. Pueden rastrearse los concept arts que realizó para películas como Heavy Metal, El quinto elemento, Mad Max: the fury road o, incluso, la malograda aventura argentina de Highlander II.
Inolvidables son las ilustraciones de tapa que hizo para las colecciones “Nova Fantasía” y “Nova Ciencia Ficción” hacia fines de los 80 para Ediciones B, donde le puso piel, rostro y paisaje a los universos de Jack Vance, Marion Zimmer Bradley o Orson Scott Card, entre otros.
No faltaron reconocimientos internacionales ni nacionales en la vida del maestro. Lo que sí faltó fue un poco de eco a la enormidad de su talento. Tal vez porque tenía la humildad que tienen los artesanos, los tipos que están tan compenetrados con su laburo que le cuesta reconocerse como artistas, como si toda esa pomposidad los distrajera de lo que más le gusta a hacer: sentarse a dibujar, a imaginar la página en blanco.
Un buen dibujante nunca tiene nada que demostrar, porque la obra habla por sí sola. Pero, nosotros, los lectores, tenemos todo por agradecerle.
¡Gracias maestro!