Este libro de Josefina Licitra, ya desde el título, plantea un quiebre. La retórica define el crac como una onomatopeya, como algo que se quiebra. Es una expresión que imita los sonidos significados por ella. En esta historia recorto dos: aullido, rugido, pero arriesgo un tercero: ronroneo.
En este libro dirigido a un padre hay aullido, pero en tanto se trata de una hija hay también una súplica que me evoca un impactante verso de San juan de la Cruz: “Y déjame muriendo/ un no sé qué/ que quedan balbuciendo”. Hay palabras de la infancia que significan un balbuceo.
La literatura, en cualquiera de sus géneros, incluyendo la novela, el cuento, el testimonio referido a lo que sucedió históricamente, desde el lopezreguismo a la dictadura militar, abarca dos generaciones: los libros escritos por una generación de padres, aunque necesariamente no lo fueran en ese momento, y los libros escritos por los hijos, como sucede con Crac.
En aquella época la literatura se valió, para escapar a la censura imperante, desde la utopía al género policial, de la escritura entre líneas. Porque se vivía entre líneas. Dominaba la censura, las prohibiciones, la desaparición física de aquellos que escribían sobre ese presente.
Ese momento implicó que hubiese personas que para salvar su vida amenzada se exiliaran. Hay muchos libros sobre ese exilio y, como dice Shakespeare en Ricardo III, no hay peor exilio que el de la lengua.
La novela Crac comienza con esta frase: “El próximo sábado mi padre vendrá al país”. Un padre que se fue del país como exiliado del país en 1978. La protagonista, que es la propia autora, declara que cuando se desorienta escribe: “No conozco otra manera de condensar el vapor en el que flotan, todavía sin leguaje, la vida y su infinitos misterios”.
Muy poéticamente, el aullido o rugido del estilo le impone el ronroneo: “A lo largo del tiempo, la relación con mi padre se había ido extiguiendo como una estrella que se apaga y deja un agujero negro en el espacio”.
La relación con el padre se va extinguiendo, “como una estrella que se apaga”, y el apagón le “deja un agujero negro en el espacio”.
Entonces la autora decide abrir la caja de Pandora de la historia de la que, siempre, brotan demonios: “¿En que casillero de la historia entran familias como la mía, que quedaron pervertidas por el terrorismo de Estado, pero no tienen un muerto, una foto en blanco y negro que reciba los honores del héroe?”.
Este libro ya ha transformado el agujero en casillero. Se pregunta: “En que cueva de significados está nuestro pasado en común? ¿Cuándo y por qué mi padre dejó de quererme?”.
Entonces cuenta cómo se decidió a escribir. Lo primero son cartas a su padre. Era fines de la década del 70 y él ya se había exiliado en España. Josefina tiene 4 años: “Nuestra forma de comunicación, por fuera de las accidentadas llamadas internacionales –se cortaban, se ligaban, eran caras–, eran cartas escritas en un papel de avión traslúcido que filtraba la tinta a ambos lados, pero que hacía que los sobres fueras muy livianos”.
Le envía también dibujos y poemas. Y aquí está su decisión: “Acá en Buenos Aires, mi abuela –su madre– me pagaba para que los escribiera”.
Con los años se convierte en guionista y vive de escribir. Y en este pasaje que cito, aparece una escritura de otra generación, otra manera de contar la historia: “La tarifa era un peso por verso. A los doce versos, ya podía comprarme el helado más chico de Freddo”.
Con el tiempo, “las cartas fueron ganado autonomía y extensión”. Forman parte de la arqueología de Crac: “Esos papeles están guardados en cajas, junto a las cartas que me mandó mi padre hasta la llegada de internet”. El padre no retorna al país cuando vuelve la democracia, en 1983.
El género elegido y su historia le imponen a la autora la búsqueda, la reconstrucción; se comienza a imponer su infancia, la cama donde durmió de niña. Se define a sí misma como desmemoriada. Tiene imágenes de aquellos días que son flechas. Y acá introduzco una cita borgeana siempre pertinente: “Flecha que se deja empuñar/ cuchillo volador, larga repercusión tienen las palabras”.
Comienza una arqueología de una memoria aterrorizada, la suya, la de su madre, la de su abuela. En esa reconstrucción se cruza con Fideo, compañero de la militancia de sus padres.
Transcribe toda una carta del padre. Cita la Carta al padre de Franz Kafka. Es un género. Basta leer las otras cartas que Kafka le dirige a su padre y sí, son otras cartas. Sí, las cartas se mezclan y en cada página se trata de barajar y dar de nuevo.
Tiene miedo a ser condenada y cita el gran libro del antropólogo Maurice Leenhardt, que cuenta que el castigo que recibía un integrante de la tribu por cometer un delito era que todos los integrantes le retiraban la palabra. Los apartados morían de anomia.
Escribiendo Crac tiene “la sensación de estar rompiendo un pacto con mi padre”. Es posible que la ruptura de ese pacto le haya permitido escribir este libro. Publica un texto sobre su padre en la revista Orsai. Sí, al escribir ciertos libros “autobiográficos”, uno queda fuera de juego. Pero cito las Memorias de Balthus: “Hasta cuando pinto una silla es autobiográfica”.
Como diría Renzi, todo escritor es un poco un ladrón de cualquier historia que se le cruce. Josefina cuenta: “Tengo 7 años y les robo a mis compañeros de clase… Me llevo una lapicera Parker… y no aguanto sin usarla en clase… necesito tener esa joya negra abriéndose lugar entre mis dedos, quiero sentir el flujo sedoso de la tinta saliendo por esa punta altiva y punzante como el pico de un cóndor. Escribo con la izquierda y tapo con la derecha”.
Es posible que haya escrito Crac con esa joya negra.