CULTURA
Sergio Chejfec (1956-2022)

Cuando hace falta el aire

Lo que pensaba ser una conmemoración terminó convertido en un homenaje. conmemoración porque hace 30 años se publicaba en buenos aires la que tal vez sea la última gran novela argentina del siglo XX. homenaje porque el sábado 2 de abril pasado, mientras algunos colaboradores que se leerán a continuación escribían sus textos, falleció sergio chejfec, autor de “el aire”. a medio camino, entonces, entre el festejo y el duelo, Beatriz Sarlo, Guillermo Saavedra, Fermín Rodríguez y Daniel Link escriben sobre un libro y despiden a un autor y a un amigo.

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Sergio Chejfec (1956-2022). Beatriz Sarlo, Guillermo Saavedra, Daniel Link y Fermín Rodríguez reflexionan sobre la obra de un escritor imprescindible en la cartografía literaria argentina; autor de novelas, cuentos, ensayos y poesía, falleció esta semana en Nueva York. | juan salatino

Complicidad mutua

Guillermo Saavedra

Conocí a Sergio Chejfec, el Polaco, como a muchos escritores y escritoras de mi generación, cuando comenzamos a hacer la revista Babel, de la que fui uno de sus directores. Sergio se encargaba de comentar allí biografías, libros de memorias y epistolarios. Lo habíamos condenado amablemente a esas rutinas por haber publicado su magnífica primera novela, Lenta biografía. 

La época era propicia para la amistad, tramada en discusiones acaloradas e interminables. La última y entonces reciente dictadura militar nos había convertido en jóvenes sedientos de vida social, de un espacio donde las lecturas que hasta entonces habíamos hecho casi clandestinamente pudieran ser confrontadas con las de los otros, al tiempo que comenzábamos a intercambiar nuestros propios escritos. 

Como la oficina de Babel era, en sus comienzos, muy precaria, yo solía instalarme durante horas en una mesa del bar de la librería Gandhi, donde el Polaco trabajaba coordinando la programación del Foro Nueva Sociedad. Casi invariablemente, yo bajaba las escaleras que conducían a la oficina que él tenía en el subsuelo y nos entregábamos a largos intercambios de figuritas literarias con un afán juvenil por ostentar el álbum que cada uno había logrado adquirir. Sergio parecía, ya por entonces, muy seguro de lo que le interesaba de la escritura ajena y de lo que más le convenía a su propia narrativa, producto de una morosa y paciente asimilación. 

Si en Lenta biografía pueden encontrarse aún ciertos ecos de la respiración de Thomas Bernhard y Juan José Saer, en Moral, y sobre todo en El aire, novela que tuve el honor de publicarle cuando fui editor de Alfaguara, ya la entonación, los modos de encarar lo que se cuenta y sobre todo el uso de una lengua austera y precisa, extrañada a fuerza de desmalezarla de lugares comunes y adjetivos innecesarios, son inequívocamente propios. Quisiera decirlo mejor: una vez aparecidas su segunda y tercera novelas, la primera pudo volver a ser leída despojada de filiaciones que sin dudas no necesitaba. 

A esa altura, yo ya no podía discernir si me había hecho amigo de Sergio admirando su escritura, o si fue la creciente complicidad mutua la que me permitió entender aquello que había, y persiste hasta hoy, en sus singulares narraciones. En todo caso, en ambas esferas, yo encontraba algo que con el tiempo se fue volviendo más evidente: el Polaco y su obra parecían implicarse mutuamente, conformando una suerte de cinta de Moebius inagotable. Leerlo era –y sigue siéndolo– como escucharlo tejer sus sigilosas e inesperadas asociaciones de ideas, enhebradas en frases solo aparentemente desprovistas de emotividad; porque ésta acechaba siempre, agazapada detrás de una impasibilidad propia de alguien que había leído atentamente a Flaubert y a Joseph Roth, a Turgueniev y a William Morris. Con cara de póker, el Polaco era capaz de esbozar en su charla, o en esa otra forma de la conversación que es su escritura, las ideas más inesperadas. Como si se dedicara a arropar lo intolerable y lo inconcebible, lo impronunciable y lo indiscernible de la realidad íntima o social –aspectos que aparecen sutilmente ligados en sus libros– con las formas atenuadas, envolventes y nunca apodícticas de frasear su refinada imaginación, siempre en sordina. 

Ajeno a todo énfasis, fácil para el sonrojo y esgrimiendo siempre solapadamente su calidez y su hospitalidad, el Polaco podía llegar a frustrar a veces nuestra italiana efusividad a la hora de expresar el afecto. Pero esa era otra de sus enseñanzas, no buscadas, pero inexorables: había otro modo de ser argentino que el Polaco tejió sin solución de continuidad entre sus libros y sus maneras de ser en el mundo. Un mundo que ahora acaba de dejar inesperadamente, sumiéndonos a todos en un estupor tan impronunciable como ese idioma parecido a la masticación al que se refiere, una y otra vez, con laboriosa recurrencia, en su primera y espléndida novela.

Falta el aire

Fermín Rodríguez

La vida precaria es la materia de la que está hecha El aire, la novela de Sergio Chejfec que en 1992 se puso en el reverso de las ficciones de un capitalismo triunfante para transportarnos a través de la escucha, la imaginación y la escritura hacia una ciudad cubierta de escombros y desperdicios que mostraba, en vivo y en directo, la modernización neoliberal como destructora y arcaizante, productora de nuevas barbaries. Algo estaba pasando, como quien dice, en el aire, una transformación molecular en las maneras de sentir y percibir que preceden y hacen posibles las mutaciones económicas y políticas; algo que se nos estaba metiendo imperceptiblemente bajo la piel y que, a fuerza de precariedad narrativa, la literatura de Chejfec nos hizo ver antes que el resto de los discursos pudieran procesarlo. 

Entre la observación empírica y pensamiento abstracto, la novela se dedica a construir el punto de vista de la extrañeza alrededor de la inolvidable figura de Barroso, un personaje empantanado en un pozo de tiempo lento, tan espeso e indeterminado como ese nombre que evoca lo borroso, el barro y la melancolía del barroco. Hace tres días que su esposa Benavente lo abandonó sin anuncio previo y un incendio en la oficina lo apartó temporariamente del mundo del trabajo y las repeticiones del hábito. La cuerda de la vida cotidiana se rompió, y Barroso, aplastado por una acumulación exasperante de privaciones y tiempo vacío, va resbalando hacia un abismo de extrañamiento que la hiperinflación, la desocupación y la soledad abrieron bajo sus pies.

El abandono de Benavente puso el mundo de Barroso en variación, liberando ese poder de significación inherente a las cosas mudas que el narrador de Chejfec hace hablar, sin imponerle nunca una forma o una significación inequívoca. Estamos, de golpe, afuera del mundo del trabajo, sin estructuras ni horarios, un mundo sin futuro donde el trabajo terminó y el abandono y la precariedad se han vuelto la norma –un territorio inestable, arrasado por la hiperinflación, repleto de familias de desocupados y niños de la calle asomándose a los contenedores de basura en busca de botellas de vidrio que luego canjean por alimentos. Tribus nómades de nuevos pobres, sin trabajo ni techo, deambulan al estilo zombi entre las ruinas de una ciudad conurbanizad donde la pobreza, literalmente, flota por encima de nuestras cabezas en un limbo de desocupación y privaciones que se acumula en las terrazas tugurizadas de los edificios del centro.

De todos modos, El aire no es el testimonio ni la representación de una época: frente a la representación de la realidad, Chejfec opone la documentación de la materialidad transitoria de un mundo en el que el escritor no inventa nada. Por eso, el materialismo perceptivo de Chejfec es, además de una estética, una política de la literatura que experimenta con el lenguaje y las formas para activar, en el borde de las significaciones establecidas, las latencias indeterminadas que atraviesan una sociedad en un momento dado. Barroso está expuesto a una lectura permanente de la realidad, que emite signos que se le adhieren en la piel, entran por los ojos, impactan en el cuerpo. La historia es lo que le duele a Barroso, los signos que lo alcanzan a cada instante y arruinan poco a poco su salud: el hambre, la falta de sueño, el cansancio, el deterioro, la degradación corporal o ese miedo ubicuo, objetivo, que constituye la matriz de los lugares de El aire.

En medio de vómitos, hemorragias y desmayos, después de haber tenido hambre, de que le corten el agua, de no haber podido pagar en el supermercado por falta de dinero, de caminar la noche entera buscando botellas y dormir a la intemperie, a Barroso se le va la vida en lo que ésta tiene de individual, para hacer subir a la superficie su rasgo común compartido por todos: la vulnerabilidad de los cuerpos, lo que un cuerpo necesita para sostenerse de pie y sobrevivir: alimento, refugio, calor, protección, medicina, trabajo, aire puro, vida colectiva.

Renuente a la realidad construida para la literatura, El aire es un testamento más que un testimonio de la época, un envío dirigido a un lector del futuro, que es el presente desde el que hoy la releemos. Y no digan, después, que la literatura no avisó.

La ficción inteligente

Beatriz Sarlo

Barroso ha sido abandonado por su mujer. Como en La aventura, el gran film de Antonioni, El aire, de Sergio Chejfec, sigue los itinerarios, en apariencia erráticos, que la ausencia impone al abandonado. La de-saparición irrumpe como un revelador que ilumina el espacio cotidiano, resignificando no el pasado sino el presente. Con la desaparición comienza la novela. Por última vez, Barroso cree ver a Benavente, su mujer, que acaba de deslizar una carta, simple y enigmática, bajo la puerta. Hemos atravesado un límite. De allí en más el presente se convierte en una extensión virtual, donde la repetición y la novedad son indiscernibles porque todos los actos se recortan sobre eso, verdaderamente liminar, que es la ausencia.

Frente a la desaparición de la mujer, el escenario concentra las miradas y los desplazamientos del abandonado. Barroso no se mueve para buscarla, ni siquiera para comprender por qué ella se ha ido: se mueve, en cambio, para que sus itinerarios por la ciudad y los suburbios ocupen uin tiempo que, de pronto, se ha vaciado. Solo la esperanza ascética de una carta (la mujer envía tres cartas singularmente breves desde el Uruguay) alcanza para parcelar la extensión neutra de la espera.

Barroso es, como ese tiempo, un hombre sin cualidades: extranjero a su propia ciudad, extranjero a los recuerdos que otros le entregan de su mujer, carce él mismo de recuerdos, excepto el de un atardecer en que, junto a ella, observó un caballo en un terreno baldío. No sabemos nada de Benavente, la mujer de Barroso, solo lo que los personajes fugaces cuentan: nada importante, nada que pueda explicar la ausencia. Con su mujer desaparecida, a Barroso no lo une lo que convencionalmente se llama amor, y la desaparición no produce lo que se llama convencionalmente dolor. La originalidad de El aire es dar del sentimiento y del dolor una versión no psicológica sino conceptual: definiciones de lo que es el hueco de cualquier ausencia.Barroso vive suspendido en esa especie de presente continuo que El aire expande a lo largo de algunas noches y algunos días, donde los actos más triviales requieren un esfuerzo de voluntad gigantesco, convirtiéndose en actos trascendentes precisamente porque la dificultad de realizarlos prueba que, después de la ausencia, nada de lo real está asegurado en su ser. La desaparición de Benavente, sin embargo, de un sentido a lo que fue Barroso hasta entonces.

Para él, las cosas del mundo no rinden otra verdad que la de su organización en cantidades y en medidas: cuánto pesa una pileta llena de agua, cuánta comida se ha acumulado sobre los platos, qué distancia separa al balcón de la calle y cómo puede medírsela. A Barroso, el mundo le proporciona la ocasión de enigmas cuantitativos, mediciones, cálculos sobre superficies, volúmenes, litros de agua, extensiones. Ingeniero de profesión, ha hecho del cálculo una especie de poética de lo objetivo. Chejfec nos convence de que eso es posible, de que la cuantificación no es de manera inevitable la pérdida de una relación inmediata con el mundo, el cálculo vale tanto como cualquier otra estrategia inmediata con el mundo, el cálculo vale tanto como cualquier otra estrategia frente a lo real, a condición de que la idea de cálculo sea, en sí misma, tan independiente de lo utilitario como la idea de poesía. En verdad, el cálculo sin finalidad intrumental es la poesía de Barroso.

Ensimismado, aturdido, Barroso no busca a su mujer sino que espera sus noticias; mientras tanto, no cuantifica para entender lo real, sino para intentar su traducción imposible a otro lenguaje y a otra lógica. Chejfec ya había escrito sobre estas relaciones de deseo imposible: quien siente el deseo no se propone realizarlo, porque reconoce en el obstáculo aquello que, verdaderamente, funda el valor de lo deseado. Digresión y abulia son los rasgos de Samich, el poeta de Moral, la novela que Chejfec publicó en 1990.

También la digresión concentrada (una verdadera paradoja) y la desidia definen a Barroso: ¿acaso no abandona el proyecto, tan inútil e infundado como cualquier otro, de seguir a su mujer por Carmelo, Colonia y Montevideo, de donde le llegan las tres cartas? Por la digresión y la desidia, Barroso ha encontrado una estrategia, quizá menos lacerante que la de una búsqueda inútil, para experimentar el tiempo y la ausencia. Esos dos vacíos se llenan de otra materia: el espacio de la ciudad le proporciona pretexto para pensar en otra cosa, de modo que la ausencia sea el ritmo del tiempo y no una ininterrumpida consciencia de lo perdido. Esto entretiene a Barroso hasta su muerte, porque, efectivamente, los cuatro días durante los que recorre la ciudad son una extensión necesaria, puntuada por la enfermedad, previa al comienzo de su agonía, las hemorragias, la inmovilidad final en su departamento.

El espacio de la ciudad es, en El aire, un espacio de digresión, pero extrañamente Chejfec construye, a través de la digresión, una armazón fuerte y perfecta. El aire tiene hipótesis originales que se organizan en una alegoría urbana donde el dinero ha sido reemplazado por el vidrio (los pobres, que son los que usan la nueva moneda, se convierten todos en botelleros no profesionales, hábiles como los chicos de los conventillos o torpes como Barroso), y las villas miseria, en lugar de extenderse en los límites de la ciudad, ocupan las terrazas y los techos de sus edificios. El campo asedias a la ciudad donde, como en un fractal, las capas de lo viejo y lo nuevo son todas visibles al mismo tiempo; el campo penetra lo que la ciudad abandona, en un movimiento cuya dirección restituye Buenos Aires a lo que fue: llanura, naturaleza. Detrás de la alegoría urbana, Martínez Estrada, tanto en su dimensión ensayística como en su narrativa fantástica, recibe el homenaje de esta continuidad narrativa.

Chejfec piensa a Buenos Aires en tiempo futuro, leyendo en las marcas presentes un movimiento de pérdida espacial y mutaciones sociales. Como en una sátira de Swift, se exponen las ventajas del inocente y disciplinado amor por el juego que transforma a los niños en excelentes obreros. Como en una anticipación que se hace cargo del lugar común, ya nadie sabe jugar al fútbol. La ciudad olvida su cultura, cambia la lengua con leves contaminaciones de español “internacional”, mientras retrocede a lo que también es un lugar imposible, porque el campo, esa extensión natural y deteriorada (un escenario a lo Stalker de Tarkovsky), es una inmensidad donde “paradójicamente la historia se limita”.

En la escritura a la vez concentrada y digresiva de una novela que es melancólica e intelectual al mismo tiempo, en la shipótesis que El aire despliega casi desde su comienzo (y se consolidan en el magnífico capítulo 6), Chejfec muestra cómo piensa la literatura, cuál es su capacidad de construcción de mundo, cuáles son algunos de los más densos argumentos que un texto puede presentar como prueba de que la ficción alcanza la belleza de la inteligencia.

Texto extraído de Escritos sobre literatura argentina, Beatriz Sarlo, Siglo XXI, Buenos Aires 2007.

Esos baldíos indefinidos

Daniel Link

Cien años del nacimiento de Pasolini, cien años de la muerte de Proust, cien años del nacimiento de la vanguardia paulista y de la publicación de la revista Proa y de Trilce de César Vallejo. Pese a la contundencia de las cifras, esas efemérides me dejan un poco frío. Prefiero recordar algo más cercano, más importante y, hoy, más triste: se cumplen treinta años de la publicación de El aire, la tercera novela de Sergio Chejfec, probablemente la que lo catapultó a un lugar decisivo en el contexto de las letras novomundanas. Antes había publicado Lenta biografía (de donde, creo recordar, salía la frase “el solo sigilo de la pluma” con la que solíamos cargarlo por sus resonancias garcilaciasana) y Moral. 

Pero El aire era (es) más libre, menos atada a los aprendizajes (de Saer, de Bernhardt, de la literatura que a Sergio le gustaba por entonces). Resumir la novela es sencillísimo: un hombre es abandonado por su mujer y, como consecuencia, es abandonado por el tiempo entero y por la realidad. Vaga por la ciudad, extrañado, y nos cuenta una versión de Buenos Aires que no depende tanto de una capacidad de representación narrativa (Sergio se queja del realismo cada vez que puede y de que lo hayan tipificado como un escritor “premonitorio”) sino de una sensibilidad: la ciudad como un organismo que muta y se transforma en otra cosa, que se vacía y se deshace ante los ojos de quien sabe mirarla.

Por supuesto, cuando leí la novela recordé dos de los trabajos que Sergio había realizado en sus épocas de estudiante: fue taxista y fue, también, quien trascribió las clases grabadas de Beatriz Sarlo en la Facultad de Filosofía y Letras que Sylvia Saítta acaba de recopilar para Siglo XXI. O sea: anduvo dando vueltas por la ciudad, con los ojos abiertos y los oídos dispuestos a la escucha.

Después me olvidé de la novela. O mejor dicho: creí haberla olvidado. Pero cuando hice para Fundación Proa “En obra. Una instalación sonora” en el contexto de la muestra Buenos Aires (2013) quise que la instalación funcionara en un baldío. Sergio ya había previsto la importancia de ese espacio en El aire, cuando escribe: “Esos baldíos indefinidos representaban una intromisión espontánea del campo en la ciudad, la cual parecía así rendir un doloros tributo a su calidad originaria. Consistía en una regresión pura: la ciudad se despoblaba, dejaría de ser una ciudad, y nada se hacía con los descampados que de un día para otro brigadas de topadoras se despejaban: se pampeanizaban instantáneamente”.

Creo que en su momento yo había interpretado ese párrafo como una mera actualización del “¡Se los tragó la selva!”, la frase final de La vorágine de José Eustasio Rivera,  pero ésa había sido una lectura equivocada y mi inconsciente lector siguió funcionando hasta entender de verdad lo que El aire decía: en la desaparición del límite neto, en la intrusión de lo otro, en lo indefinido, en esa herida urbana que los baldíos representan (y que en otras ciudades como Nueva York o Berlín, que Sergio conoce bien, se travisten de huertas comunitarias), cabe una ficción entera, que no es sino el tramado de unas voces y de unas persistencias.

La voz de Sergio Chejfec no estuvo en aquella instalación mía de 2013 porque en entonces los dispositivos de registro remoto no estaban tan perfeccionados como ahora. Hoy, creo, su voz nos es tan imprescindible como su humor, como sus libros. Te vamos a extrañar, querido Polaco.