La coincidencia es demasiado notoria como para ignorarla. Y es cierto que, a pesar de que todo pueda resultar en una triste y perturbadora coincidencia, el Club de los 27 no es un tema que pase desapercibido en las charlas de bares alrededor del mundo. Un tópico que, con el paso de los años, no sólo se añeja, sino que crece. Se abulta. Explota y se ramifica en diversas versiones, leyendas urbanas y datos absolutamente inchequeables. Como toda leyenda, claro está.
Con el paso de los años, el número 27 tomó un peso significativo en la historia de la música, sobre todo en lo que al rock respecta. ¿Cómo no temerle, si algunas de las personalidades más influyentes del rubro murieron a la misma edad y bajo circunstancias violentas, misteriosas y hasta disparatadas? Desde guitarristas de talla mundial, como el virtuoso y desprolijo Jimi Hendrix, hasta cordobés Rodrigo Bueno con su cuarteto popular y atrayente, la lista es tan larga que, a estas alturas, es complicado no asociar la “edad maldita” a un momento peligroso para aquellos artistas que llegaron a estar en la cresta de la ola.

A pesar de que los nombres sean muchos, hubo una década que resultó particular para este fenómeno: los 70. Coincidentemente, se trató de un momento fresco y lleno de nuevos talentos. Un “revival” de la música sobre lo que ya existía, le dio nueva forma, lo aplastó, lo estiró y lo volvió a aplastar. Un desencuentro con la prolijidad y un abrazo a lo que molestaba y hacía ruido. Algo que, incluso 50 años después, sigue resultando disruptivo.
Hay que reconocerlo: las causas que inciden en la “maldición” son, prácticamente, coincidentes en la mayoría de los casos. Hablamos del excesivo consumo de drogas, estupefacientes, alcohol, la depresión y hasta un complicado entramado de trastornos mentales. Cuestiones que, dentro de la vida de un artista que se encuentra en franco ascenso, terminan convirtiéndose en un triste factor común que, en vez de potenciar sus carreras, las destruye y lapida.

El “Club de los 27” no nació como una conspiración sino como un recurso para nombrar lo insoportable: músicos que, en la cúspide de su brillo público, se apagaron a la misma edad. Cuando la gente ve alineados nombres enormes (Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Brian Jones) la casualidad se transforma en símbolo y el símbolo en relato. Ese relato condensó miedo, fascinación y la necesidad de encontrar sentido en la tragedia; puso un número donde podría haber habido solo azar y dolor.

El núcleo fundacional del mito se formó entre 1969 y 1971, un lapso que golpeó como oleada porque se llevó a quienes habían definido el sonido y la estética de una era. Para el público resultó aterrador: eran no solo muertes, sino la desaparición simultánea de voces que parecían indispensables. Años después, noticias como la muerte de Kurt Cobain o de Amy Winehouse reactivaron la noción y demostraron que la idea siguió siendo útil (y morbosa) para explicar el drama individual en términos colectivos.
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Transformando la coincidencia en pauta y las anécdotas en mitos
La prensa y, más tarde, las redes sociales hicieron el resto. La atención mediática actúa como una lupa: amplifica lo raro hasta volverlo parte del paisaje cotidiano. Cuando un artista muere a los 27, el número ocupa titulares y queda grabado en la memoria de todos; si otro muere a la misma edad, la historia ya está lista para tragárselo. Se forma así un círculo vicioso, donde la memoria selectiva alimenta la leyenda.
Si se miran de cerca las razones detrás de cada caso, la llamada “maldición” pierde fuerza. Lo que realmente explica estas tragedias son factores concretos: consumo problemático de drogas y alcohol, depresión y otros trastornos mentales, giras agotadoras, soledad extrema y una industria que muchas veces celebró el descontrol. No hay misterio: el patrón es humano y social. El glamour del exceso sirvió para disfrazar conductas autodestructivas que, en realidad, eran (y siguen siendo) señales de alarma ignoradas.

Desde el plano estadístico, la evidencia cuestiona la idea de un pico objetivo a los 27 años. Lo que sí existe es un efecto memoria-mediático: la cifra 27 actúa como imán para la narrativa, y las muertes que coinciden con ella reciben más atención en la cultura popular, lo que alimenta la ilusión de que hay un patrón misterioso.
Comparando épocas, cambió el escenario pero no desaparecieron los riesgos. En los 70 la cultura del rock celebró la transgresión y la industria ofreció escasas redes de contención; hoy la presión es distinta. Exposición constante, algoritmos que piden novedades, escrutinio público 24/7… Pero puede ser igual de letal para quienes no cuentan con apoyo profesional. La variable relevante dejó de ser la edad exacta y pasó a ser la velocidad del ascenso, la fragilidad emocional y la ausencia de estructuras que acompañen a los artistas en crisis.
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"Un patrón común de autodestrucción": la palabra de los expertos
El exceso fue siempre parte del mundo del espectáculo, incluso desde la era del jazz. PERFIL dialogó con el escritor británico Howard Sounes, autor de libros como Down the Highway: The Life of Bob Dylan y 27: A History of the 27 Club (publicados también en español), quien recordó el caso de Billie Holiday como ejemplo temprano y señaló que “el hedonismo fue muy común en el negocio del rock de los años 60 y 70, cuando estaba de moda destruirse”. En ese contexto, artistas carismáticos como Janis Joplin aparecían como figuras vulnerables, capaces de transformar su dolor en música pero a la vez expuestas a un entorno peligroso: “Nosotros nos entretenemos con su sufrimiento. Es una situación peligrosa para las jóvenes estrellas. Puede ser fatal”, advirtió.
En relación con el fenómeno del llamado Club de los 27, explicó que su construcción estuvo ligada al impacto mediático. “El Club de los 27 fue tomado por los medios después de que la madre de Kurt Cobain, afligida, dijera: ‘Me aseguré de que no se uniera a ese estúpido club’”, recordó. Según detalló en su libro, el mito comenzó en los años 60 con las muertes consecutivas de Brian Jones, Jimi Hendrix y Janis Joplin, todas a los 27 años. Luego se sumaron Jim Morrison y, décadas después, Cobain: “Él se voló los sesos. Kurt era un estudiante de la historia del rock, y como muchos de estos artistas mostró un deseo de muerte con su estilo de vida mucho antes de morir”.

Aunque reconoció que puede tratarse de una coincidencia que tantos artistas fallecieran a esa edad, Sounes destacó que “un examen minucioso de las vidas de esas estrellas del Club de los 27 revela un patrón común de autodestrucción que explica sus muertes”.
Finalmente, al analizar si algo cambió en la manera en que hoy se vive el éxito en la industria musical, su respuesta fue lapidaria: “Nada cambió”. Según argumentó, el negocio sigue sustentándose en jóvenes intérpretes brillantes pero emocionalmente inestables, con tendencia a los excesos y rodeados de malas influencias. “Cuando tienen malas personas alrededor, parejas de mierda, explotadores, facilitadores, y beben y consumen drogas, el desastre está al acecho”, aseguró, y recordó el caso de Amy Winehouse como “la última de las grandes estrellas del Club de los 27 que se consumió demasiado rápido”.
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“Los que casi”
No es menor, a su vez, la cantidad de músicos que lograron escaparle a la muerte por sólo un pelo. No todos los nombres que orbitan el Club de los 27 terminaron sumándose a la lista. Algunos artistas atravesaron episodios límite, rozaron el final y regresaron, como si hubieran tenido un pase momentáneo a la otra orilla. Sus historias funcionan como advertencia, como recuerdo de lo frágil que puede ser la línea entre la gloria y la tragedia.
Personalidades como Steven Adler, primer baterista de Guns and Roses, que fue despedido de la banda por su descontrolado consumo de heroína, quedaron no sólo con secuelas físicas permanentes (como dificultad para hablar, parálisis facial y un derrame cerebral), sino también con el descenso cual montaña rusa de su camino al estrellato del rock. Hoy en día, Adler sólo toca en pequeños eventos y, de tanto en tanto, aparece en algunos festivales de renombre, bajo una fórmula de nostalgia que hace más de recordatorio de una buena época que de un próspero presente.

El ahora fallecido Ozzy Osbourne lo supo el 8 de diciembre de 2003, cuando un accidente de moto en su propiedad de Inglaterra lo dejó sin pulso durante más de un minuto. Su guardaespaldas logró reanimarlo, aunque las fracturas y lesiones fueron tan severas que lo indujeron a un coma médico y hasta evaluaron amputarle un brazo. “Me dijeron los médicos que estuve muerto por algún tiempo”, reconoció. El episodio lo obligó a aprender a caminar otra vez y a cambiar hábitos, aunque no a abandonar su carrera.

Slash, en tanto, estuvo a centímetros de engrosar la leyenda el 24 de diciembre de 1992. Tras un show en Oakland, el guitarrista sufrió una sobredosis que le detuvo el corazón durante ocho minutos. “Me desperté cuando los desfibriladores me golpearon el pecho y recargaron mi corazón”, escribió en su autobiografía. Esa experiencia lo llevó a rehabilitación, marcó su salida de Guns N’ Roses y lo empujó a reinventarse como solista.
Incluso fuera del rock, la sombra del “casi” alcanzó a Eminem. En 2009, el rapero confesó que tras una sobredosis de metadona (equivalente, según su médico, a cuatro bolsas de heroína) estuvo muerto unos minutos. “Si lo hubiera sabido, probablemente no las hubiera tomado”, admitió. Desde entonces encaró un duro proceso de recuperación que no sólo le salvó la vida, sino que redefinió su música y su relación con la fama.
TC / Gi