Jorge Maestro y Pablo Culell son dos pesos pesados de la TV argentina. El primero, como guionista, y el segundo, como productor, son los responsables de los mayores éxitos televisivos de las últimas décadas. Grandes conocedores del medio donde se desenvuelven, decidieron publicar un manual con consejos para los futuros guionistas, un oficio que tiene mucho más de obrero calificado que de inspirado creador.
Ejemplo como pocos de escritura ceñida a las condiciones de producción y de recepción (recordar el sorpresivo final trágico de Piel naranja, de Alberto Migré, un cambio obligado por la censura pre-dictadura), el guión, subrayan, es básicamente una herramienta para la realización de un producto que depende para su continuidad del favor del soberano público. “No estamos escribiendo literatura”, nos recuerdan (exhibiendo, de paso, la clásica dicotomía entre alta y baja literatura), pero advierten sobre el riesgo de concebir la escritura como mera fórmula sostenida en personajes estereotipados. Basándose en un inventario de treinta y seis situaciones generadoras de acciones dramáticas (tomadas de la literatura popular en su versión folk), insisten en que el único interés de la audiencia es saber qué va a ocurrir después y sentir que la trama, como un espejo, le está personalmente dirigida.
Atrapar al espectador, conmoverlo y fidelizarlo con una historia que, resumen, podrá enunciarse con la estructura básica de nuestra sintaxis: “algo le pasa a alguien”, es el objetivo mayor de la poderosa –hoy– industria del entretenimiento, pero que no parece tener muchas diferencias con épocas donde la hiperconectividad ni siquiera era vislumbrada. Desde la fascinación de las jóvenes por las novelas de caballería en los finales de la Edad Media (condenada por la Iglesia como para hacer llevar a la futura Santa Teresa de Jesús escondido el manuscrito en su libro de oraciones) hasta las muchedumbres esperando la llegada de la última entrega de la novela de Dickens en el puerto de Nueva York, la atracción del público por las historias donde secreto y sorpresa resultan bien calibrados encontró en la expansión del mercado capitalista su lugar en el mundo, cuando el hallazgo del folletín al que le dedicaron sangre y tinta autores como Sue, Dumas, Sand, Balzac y Hugo selló el pacto entre literatura y negocios.
Umberto Eco, erudito medievalista tanto como apasionado lector de narrativa trivial (como se la llamaba antes de que el cine, luego la TV y más tarde, internet y las actuales plataformas asumieran esta función), sostiene que esta literatura ofrece al lector, desde una perspectiva “socialdemócrata-paternalista”, una evasión compensatoria frente a la expansión y concentración del poder del capital. Por eso, la exigencia en sus tramas de que todo sea visible, que las estructuras de poder resulten racionalmente explicables, donde todo tendrá que aparecer como resultado de la acción de sujetos individuales. De ahí el anacronismo del entusiasmo que los héroes generan en su sedentario público, tanto el que leyó contemporáneamente El conde de Montecristo como el que lo siguió fielmente frente al televisor en épocas de domesticación de los derechos humanos.