Hace un tiempo, un amigo, artista plástico, fue a ver la muestra del que por entonces era el escultor más famoso del mundo, un americano. Entre todas las piezas en exposición había una que se destacaba: ocho metros de algo lleno de botellas de vino congeladas, en cuyo interior flotaban hollejos transparentes de uva blanca, tenedores y cuchillos incrustados en pedazos de vidrio, aluminio o mármol, baba momificada de crustáceos del Paleolítico. Mi amigo se interesó tanto por la disposición de la serie heterogénea de elementos en el espacio como por su condición de producto integral o yuxtapuesto y fragmentario.
Así, se acercó a la curadora de la muestra y le preguntó cómo habían hecho para trasladar la obra desde Nueva York hasta Buenos Aires. ¿Era una obra entera o se trataba de un objeto desmontable? La curadora le explicó que se trataba de una especie de rompecabezas, que el escultor –Lynird Skynird, Tini Pitigrill o algo así– había agregado a su envío una serie de mapas o planos donde se explicaba la función y punto de encastre de cada parte, y que en la sala habían procedido a armarla con religiosa observancia de las instrucciones.
Dicho esto, la curadora se fue a hacer sociales a otra zona de la sala. Segundos después, un guardia de seguridad, de aquellos atentos a que en eventos como ése nadie se robe una pelela, un paraguas o una cucharita asegurada en millones, se acercó a mi amigo y le confió el secreto: la obra difería de la versión original. Tenía un cambio. El se había ocupado de hacerlo. “¿Ve, ahí arriba, la imagen de la Virgen? La vería mejor si estuviera subido sobre una escalera. Como la Asociación de Trabajadores del Estado está en huelga, fuimos nosotros, los guardias, los que tuvimos que armar la escultura. Y en el plano había un error. Esa Virgen metida en una especie de cavernita, le estaba dando la espalda al público. Es evidente que el escultor se equivocó. ¡Usted se imaginará que con la fe que le tenemos en la Argentina, la Virgen tiene que estar de frente a nosotros, bendiciéndonos!”
La verdadera performance no era, entonces, lo expuesto, sino la manipulación del guardia. Su afán por colocar las cosas “en el lugar que corresponden” no ejemplifica un sentido particular de la belleza, ni el respeto por la verdad, sino la sumisión de un alma al látigo de la ideología de sus mandatarios. El guardia ni siquiera pudo pensar que –en ese esquema– la disposición de la Virgen pudiera responder a un acto volitivo. Si hubiese tenido poder, habría intentado prohibir la muestra, acusando al expositor de borracho, soberbio, risible, anticatólico y recurrido incluso, como argumento probatorio, a los buenos oficios de algún Tribunal de lnquisición con sede en Toledo o Sevilla.
Como su poder era subrepticio, este improvisado comisario de la cultura corrigió lo hecho. Bastaba leer el plano, el texto enviado por el artista, para entender aquello que decía y aquello que no decía. Pero en almas oprimidas por la devoción al ideal del amo, se sale a actuar por lo que se cree que el amo espera, no sólo por lo que el amo pide. Así, sienten que se elevan del surco a una cierta categoría de nobleza.
En ocasiones, la vida –como en Jacob von Gunten, de Robert Walser– se convierte en una escuela de servidumbre. Quizás aquel guardia haya sido ascendido a encargado de sala.