Durante los últimos cincuenta años, es probable que la biblioteca se haya utilizado más como repositorio de metáforas para pensar el mundo, o incluso el universo, como en el caso de Borges, que para consultar libros. Más como concepto que como institución. Semiológicamente, digamos que ha sido –y sigue siendo– un significante con una vasta red de connotaciones.
Para la aristocracia, durante mucho tiempo la acumulación de códices fue un signo de distinción, y sobre todo si se carecía de poder territorial. Para los reyes y príncipes, sobre todo a partir de Carlos III de Francia, además de distinción, se trató de un signo de poder: una forma de inscribirse, a través del capital bibliográfico, en la tradición de los antiguos soberanos, o de esos romanos notables que vivían en las villae disfrutando su otium productivo con apolíneos volumina de papiro, y otros vicios un poco más dionisíacos, y espirituosos.
Para los escritores posmodernos, la cosa es un poco más simple: todo indica que sólo se trata de un mueble delante del cual hay que sacarse fotos, o selfies. Acaso la foto para el carnet de escritor del que habla Aira.
De todo esto, pero desde una postura más historiográfica que semiológica, habla el francés Frédéric Barbier en un libro que acaba de salir por Ampersand: Historia de las bibliotecas. Una investigación que recorre las peripecias del libro y de los distintos dispositivos en los que se los fue almacenando: desde los nichos subterráneos de la Mesopotamia, hasta esos monasterios medievales con libros encadenados a los pupitres, o las amplias galerías que fueron surgiendo en los albores del Renacimiento.
De todas las cosas que se pueden concluir de la lectura, hay una que es inquietante, y es que la historia de las bibliotecas parecer ser, en realidad, la historia de distintas confiscaciones, saqueos, incendios y, por supuesto, destrucciones producto de fanatismos religiosos –basta recordar lo que acarreó el famoso Index Librorum Prohibitorum de la Inquisición católica, o la destrucción que llevaron a cabo los protestantes, luego de la Reforma, sobre los códices de los monasterios–, pero también de fanatismos políticos: es conocida, por ejemplo, la impericia de los revolucionarios franceses de fines del siglo XVIII, que no sabían qué hacer con los libros que confiscaban y, en consecuencia, una gran cantidad de ellos se terminó deteriorando hasta la inutilidad.
Desde luego, tampoco hay que olvidar las típicas listas negras de las dictaduras, que hicieron que muchos escritores se terminasen exiliando y vendiendo su biblioteca, o sencillamente quemándola, como es el caso de María Teresa Andruetto, o del abuelo del escritor Federico Andahazi, que a los 13 años presenció la escena desde un balcón y, desde entonces, cuenta, “mi biblioteca tiene doble fondo: a la vista están los libros políticamente inocuos y, en la segunda línea, ocultos, guardo los títulos que pude recuperar de la biblioteca familiar. Aunque no parece posible una nueva Inquisición, jamás los sometería a un nuevo sacrificio”.
Ciertamente, hoy las bibliotecas corren otro tipo de peligros: en ocasiones no están a salvo, por ejemplo, de las rencillas domésticas. Ante esas eventualidades, es bueno recordar el consejo que da Tomás Abraham en Historia de una biblioteca (Sudamericana): “Cuando los avatares de la conyugalidad amenazan nuestro lugar en el mundo con una interrupción, es decir, con el fin de nuestra permanencia en una casa, lo primero que hay que hacer antes de que un conflicto se dirima en un desalojo es mudar los libros. Luego todo es más fácil”.
Clasificación. Una de las cuestiones que más han preocupado a los bibliotecarios y bibliotecólogos ha sido la de la clasificación, o indexación. El primer intento de introducción de metadatos se dio en el Museo de Alejandría, donde llegó a haber casi setecientos mil volúmenes de papiro. Allí el filósofo Calímaco elaboró sus Pinakes –tablas–, a partir de un orden alfabético, y según determinados grupos: retórica, epopeya, comedia.
Durante la Edad Media, que fue un período –Frédéric Barbier dixit– que vio “la desaparición de las más grandes bibliotecas, colecciones de libros y, junto con ellas, de una gran parte de la cultura de la antigüedad clásica”, no hubo grandes avances en esta dirección, ni tampoco los hubo durante el Renacimiento. El pergamino era muy costoso y los armarium de los monasterios rara vez superaban los dos mil o tres mil códices. La biblioteca de Petrarca, que no estaba mal para la época, tenía doscientos volúmenes.
Con la revolución de la imprenta, cuando los libros se multiplicaron, hubo que establecer sistemas taxonómicos mucho más precisos, como el de Gabriel Naudé, que elaboró un tratado de biblioteconomía –el primero en el rubro– en el que establecen valiosas innovaciones en lo que respecta a la distribución espacial o los mecanismos de indexación; o el sistema decimal de Melvil Dewey –el CDD–, que aún hoy se sigue utilizando en buena parte de las bibliotecas públicas.
En cuanto a las bibliotecas privadas, se sabe que, desde hace un tiempo, las formas más usuales de poner orden son por género, por colección o por autor, en cuyo caso se sigue, por lo general, un orden alfabético. Pero los escritores, que son animales extraños, suelen buscar formas más personales o excéntricas, y en el orden bibliográfico con frecuencia es posible advertir pistas –en ocasiones, más reveladoras que las que uno puede encontrar en las obras– de la visión de mundo que los atraviesa. O sea: el tópico de la biblioteca como speculum mundi sufre un giro subjetivista: lo que se refleja, en todo caso, es el mundo de cada cual.
Samanta Schweblin, que en un tiempo sólo guardaba los libros que había leído, porque le parecía una ofensa depositar “objetos desconocidos” en un estante, cuenta una anécdota muy curiosa. “Una vez, mirando la biblioteca de Vicente Battista, me di cuenta de que no tenía ninguna autora: todos los lomos ostentaban nombres masculinos. Me sorprendió tanto que me puse adrede a buscar un nombre femenino: en toda la biblioteca, que ocupaba toda la pared de su estudio, no había una sola mujer. ‘¿Dónde están las mujeres?’, le pregunté. Me hizo una seña para que lo siguiera. ‘En el pasillo, frente al baño’, dijo con una sonrisa entre pícara y camorrera, y me señaló cinco estanterías pequeñas y oscuras”.
También está el caso del abogado y escritor Ricardo Strafacce, que en algún momento ordenó sus libros según la fecha de nacimiento de los autores, dado que eso le permitía pararse frente a la biblioteca y “pensar en generaciones”; o el caso mucho más incomprensible de Hernán Vanoli, que los ordenaba por color; o el de Alberto Laiseca, que los tiene todos forrados en papel blanco para que nadie sepa cuál es cuál en caso de eventuales hurtos; aunque quizás haya también un poco de esoterismo. O el de Jorge Consiglio, que se quejaba tanto de que no encontraba los libros que su familia, harta de sus berrinches, terminó por contratarle un bibliotecólogo.
Pero la forma más singular de ordenar una biblioteca parece ser la de Pola Oloixarac, que la tiene organizada de manera geoespacial, siguiendo un mapamundi Mercator. “A la derecha arriba, Japón. Y dentro de los países, por siglo”, dice. Además cuenta que tiene un estante dedicado a Nabokov, “decorado con ardillitas con pins soviéticos”, y que también pone libros sobre arañas, mariposas y pulpos. “Los pulpos son el inverso perfecto del hombre”, dice, y de paso recomienda leer el Vampyroteuthis infernalis, de Vilem Flusser.
Bibliotecas digitales: el proyecto de Google. Todos los soportes –las tablillas, el papiro, el pergamino, el papel– implicaron determinadas formas de organización de las bibliotecas –y desde luego también de la lectura–, y el paso de uno a otro siempre produjo vastas pérdidas. Si bien todavía no está claro que lo digital reemplace al papel –y la discusión, con el vértigo de los acontecimientos, se volvió prematuramente bizantina–, lo cierto es que la mayor parte de las bibliotecas del mundo ya no funcionan a partir de una lógica de almacenamiento, sino, como dice Frédéric Barbier, a partir de una lógica de flujo, y en general dedican sus mayores esfuerzos a la digitalización de sus catálogos.
Los nuevos soportes digitales permiten reunir textos de forma casi ilimitada, y eso por cierto parece haber reflotado esa pretensión de universalidad que ha tentado a varios personajes históricos: la de construir una suerte de “biblioteca total” con todo, o casi todo, lo que se ha publicado a lo largo de los siglos. Tal fue el deseo, por ejemplo, de los Ptolomeos de Alejandría, o la fantasía de personajes célebres como Hernando Colón, el hijo de Cristóbal; o Felipe II, de España. O más recientemente de una empresa monopólica: Google, cuyo proyecto contribuye a tornar proféticas las palabras de Borges (ya era hora de citarlo) en La Biblioteca de Babel: “Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es casi una milagrosa excepción”.
Básicamente, el programa Google Books, que empezó en 2004, es un programa de digitalización cuyo objetivo es la creación de una base bibliográfica colosal –en un principio se hablaba de quince millones de libros, pero hoy esa cifra se ha superado–, a partir, entre otras cosas, de polémicos acuerdos con las distintas bibliotecas nacionales.
Por suerte, el nuevo director de la Biblioteca Nacional, Alberto Manguel, con quien dialogamos desde PERFIL, tiene al respecto una postura cercana a la que ha tenido su antecesor y considera que hay que tomar el tema con “precaución”. Si bien dará “prioridad absoluta a la digitalización del catálogo de la Biblioteca Nacional”, algo que, por cierto, le resulta “necesario completar lo antes posible”, no cree que Google sea una buena opción. “Debemos recordar que ésta no es una empresa filantrópica y que sus proyectos de digitalización (dejando a un lado por el momento la mala calidad técnica de sus digitalizaciones) servirán para beneficiar financieramente a la empresa”, dice, y añade: “Seguramente hay un beneficio público en el hecho de compartir archivos virtuales como lo hacen muchas bibliotecas públicas y universitarias (proyectos que la Biblioteca Nacional de Argentina buscará realizar), pero no pienso que Google sea el socio ideal”.
Durante su gestión –asumirá en julio–, además de la digitalización, afirma que tiene intenciones de “continuar con las actividades culturales de la Biblioteca, quizás compartiendo la organización de algunos eventos con otras instituciones nacionales y municipales como museos, teatros, otras bibliotecas”, y asegura que tratará de generar una articulación con los ministerios de Cultura y de Educación.
En cierto modo, puede que la Biblioteca Nacional sea, probablemente, la institución más “continuista” del nuevo gobierno.