CULTURA

El loco Sarmiento, discutido y venerado

Perfil de un personaje controvertido, en el Día del Maestro.

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Pocas personas en la historia argentina han sido tan veneradas y a su vez tan discutidas, Sarmiento, como dijo Ricardo Rojas, fue un porteño en las provincias y un provinciano en Buenos Aires, su medio fue la discusión, el debate para imponer su idea conducente: la patria debía ser educada. A tal fin dispuso de un poderoso caudal intelectual y su enorme capacidad de trabajo, que incluía una casi infinita capacidad para disentir, argumentar, exagerar y ganarse enemigos

 A pesar de sus condiciones y predisposición intelectual, Sarmiento no había tenido una educación formal y para colmo se le negó la beca para terminar su formación en Buenos Aires, suerte de la que había gozado Juan Bautista Alberdi, quien sería con los años su gran contrincante intelectual.

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Las guerras civiles lo contaron como un protagonista más. En 1828 comenzó  su carrera militar como subteniente de la segunda compañía del batallón de infantería sanjuanina. No tuvo un buen comienzo. Lo detuvieron por haber faltado a la guardia en varias oportunidades. Sin embargo, su condición de sostén de familia y sus numerosos parientes intercedieron para atemperar la pena.

Este poco auspicioso comienzo no lo hizo aborrecer los cargos militares. Al contrario, siempre se complació en fotografiarse de uniforme (como lo hizo durante la campaña de Caseros). Y al final de su vida se ufanaba de haber accedido al generalato.

En dos oportunidades estuvo el sanjuanino a punto de caer prisionero de los federales, en la batalla de Pocitos y en la de Pilar, de la que huyó junto a Narciso Laprida. Este último no tuvo la suerte de Sarmiento, fue apresado y su cuerpo nunca hallado. Dicen que fue enterrado vivo o murió emparedado y abandonado, en una casa. Sarmiento a pesar de caer prisionero de las tropas del Fraile Aldao logró salvar su vida gracias a la intervención de su tío José de Oro frente al general Villafañe.

Para poner distancia al peligro emprendió  junto a su padre el camino del exilio. En el pueblo de Aconcagua mantuvo un breve romance con María Jesús del Canto. Fruto de esta relación nació Ana Faustina, quien con los años velaría por la salud de su padre. En Copiapó, Sarmiento trabajó en las minas de plata, y allí cayó víctima de la fiebre tifoidea que puso en peligro su vida. Tan grave fue su enfermedad que Sarmiento refiere haber sufrido un ataque cerebral, un eufemismo para describir sus delirios a causa de la fiebre. Con la excusa de esta afección que consideraban terminal, la familia consiguió que las autoridades le concediesen el permiso para volver a sus pagos. Durante su permanencia en San Juan le tocó vivir uno de los períodos más felices y prolíficos de su existencia. Conoció al Dr. Guillermo Rawson  quien sería el primer sanitarista del país y trabó amistad con Aberastain, Damián Hudson y Quiroga de la Rosa. En ese tiempo  publicó el Zonda, periódico que conoció muy pocas ediciones pero que se convirtió en un hito de la historia del periodismo nacional. El gobernador Benavides que hasta entonces se había mostrado de lo más condescendientes con el joven, debió increparlo por la vehemencia de sus escritos. A raíz de la revolución unitaria en Mendoza, Sarmiento fue apresado y por poco linchado por la soldadesca. Una vez más Benavides intercedió por su vida y Sarmiento debió tomar el camino del exilio. Fue en esta oportunidad que escribió la frase de Fourtoul (pero que Groussac atribuye a Volney) “On ne pue point les idées” que Sarmiento traducía como “Bárbaros, las ideas no se matan” (aunque lo de bárbaros no aparezca en la versión original.

Al llegar a Chile su salud se había deteriorado a tal punto que el escritor José Victorino Lastarria decía que a pesar de sus 32 años parecía de sesenta. Ya para entonces lucía calva, estaba obeso y caminaba encorvado. Estando en Chile dio vuelo a su pluma y se dedicó, por indicación del ministro Montt, a la actividad docente. En junio de 1843 fue designado miembro del Cuerpo Académico de la Facultad de Humanidades bajo el rectorado de Andrés Bello. En la oportunidad preconizó la simplificación de la ortografía hispana y de paso se tiró contra la Madre Patria a la que no tenía en alta estima.

Hacia 1850 mientras escribía su Argirópolis comenzó a sufrir trastornos renales que lo acompañaron hasta el final de sus días. Entonces se constató una progresiva pérdida de audición; la misma fue avanzando a punto tal de que para cuando fue presidente, debió valerse de una corneta para escuchar a sus interlocutores. El 23 de Agosto de 1813, Sarmiento sufrió un atentado en la calle Corrientes (esquina Maipú), en camino a la residencia de Vélez Sarsfield. La bomba armada por los hermanos Güeri estallo por exceso de carga, sin embargo Sarmiento de nada se enteró en el momento. Esta sordera fue motivo de discusiones políticas. Sus colegas parlamentarios estaban muy preocupados de cómo harían para comunicarse con el indómito sanjuanino cuando este asumiese su senaduría. Al enterarse del debate, Sarmiento afirmó: “No se preocupen porque no vengo a escucharlos sino a que me escuchen a mi”.

Sarmiento solía decir que su hipoacusia obedecía “a los daños causados por mis enemigos políticos, quienes me fuerzan a una constante tensión cerebral”. Sin embargo gracias al accionar del Dr. Salvador Doncel, aseguraba haber “reestablecido la aptitud de oír”.

A partir de 1876, estando en Tucumán se percata de un edema irreductible en las piernas, signo de la insuficiencia cardiaca que lo llevará a la tumba. En 1882 sufrió un vómito de sangre, el Dr. Carlos Lloveras, su primo y amigo, en la oportunidad le diagnosticó una úlcera de estómago, pero el episodio no volvió a repetirse.

Las luchas políticas minaron su salud; después de combatir la candidatura de Juárez Celman, se sintió desfallecer, una pertinaz bronquitis lo tuvo a mal traer. Deseoso de escapar de los rigores del invierno porteño se embarcó hacia Asunción. El clima benigno le dio nuevos ánimos. Todo lo estudiaba, todo lo analizaba, pero no pudo con su genio, un comentario que realizó sobre el dictador Francia lo condujo a un cambio de palabras que terminó con un reto a duelo. El presidente de Paraguay evitó oportunamente el enfrentamiento.

Sarmiento retornó en Diciembre a Buenos Aires, pero a pesar de su actividad desbordante, adivinaba que el fin estaba cerca. Cultivó una hiedra para su tumba en el terreno que le cedieron en la Recoleta y preparó todos los detalles para su entierro, como lo había hecho a la muerte de Dominguito. En la oportunidad eligió su epitafio “Una América toda asilo de los dioses todos con lengua, tierra y ríos y libres para todos”.

El 28 de Mayo de 1886 se embarcó una vez más hacia Paraguay. No era el mismo que había estado un año antes, estaba afónico, había perdido peso, pero no había perdido su espíritu “¡Ah! Si me hicieran presidente les daría el chasco de vivir diez años más”. Muchas ilusiones no se hacía, al ver alejarse la ciudad de Buenos Aires, murmuró con una triste sonrisa “Morituri te salutant”.

En Asunción se alojó en el hotel Cancha Sociedad en tierras que fueran de madame Lynch. Sarmiento estaba muy entusiasmado construyendo una casa isotérmica traída de Bélgica. Vencida la tos, el viejo estadista recuperó sus fuerzas y trabajó incansablemente. Plantó árboles, asistió a los obreros en la búsqueda de agua, escribió artículos, jugó con sus nietos y hasta salió de pic-nic con la familia. Para colmar su felicidad llega Aurelia Vélez en compañía de su hermana Constantino y su sobrina Manuela. A ella le enseñó a leer con un viejo ejemplar del Facundo. Fue su última alumna.

Tanta actividad lo resintió. Al comenzar Agosto, “su palidez impresiona”. Llaman a su nieto Julio y requieren los servicios de su médico, el Dr. Lloveras que no está en condiciones de viajar. La noticia de su gravedad se difunde, las cartas llueven, todos quieren saber como está el sanjuanino. Él les contesta a todos, pero sus ojos se llenan de lágrimas, se está despidiendo de sus amigos, de la gente que lo quiere, que lo admira. El doctor Andreussi lo visitaba a diario, dando precisas instrucciones; nada ni nadie debía alterarlo. Pero aún así se exaltaba por pequeñeces. Aurelia debía volver a Buenos Aires. Se despidieron sabiendo que nunca más volverían a verse. Andreussi lo asistió junto al Dr Hassler. Ante la gravedad del paciente se sumaron a la consulta los doctores Candelón (que hizo un retrato pormenorizado de estos últimos días), Hoskina, Vallory y Morra. Juntos diagnosticaron una lesión orgánica al corazón de pronóstico ominoso. Sarmiento se preparó para morir y le pidió a su nieto que lo sentase en el sillón “para ver amanecer”. Nunca más vio el sol de la mañana. “Siento que el frío del bronce me invade los pies” se le escuchó decir. Murió a las 2:15 del 11 de septiembre. Muerto ya, el ministro García Mérou en compañía del fotógrafo Manuel de San Martín retrató al difunto como era costumbre de la época.Víctor de Pol tomó su máscara mortuoria. Los tres médicos de cabecera se encargarán de embalsamar el cadáver.

(*) Médico, historiador y escritor.