Invitado por el Filba para su décimo aniversario, estuvo por Buenos Aires el escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya (1957), uno de los autores más sólidos y con una voz inconfundible dentro de la actual literatura latinoamericana gracias a novelas cortas de gran impacto por el alto voltaje de su contenido y sobre todo por el manejo del lenguaje: una gramática del espanto que permite conocer las miserias de una zona envilecida y torturada, mancillada y más bien sin esperanza si uno se atiene a los presentes políticos y sociales de países como Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua.
Con una reciente novela que explora el misterio de la muerte de Roque Dalton a manos de sus propios correligionarios –Moronga–, se ha editado también en Buenos Aires su primera novela, La diáspora.
—¿Cómo ve el presente y el futuro de una región como Centroamérica, tan golpeada por la violencia desde hace tiempo?
—Oscuro como la tumba donde yace mi amigo se llamaba una novela de Malcolm Lowry. La verdad es que oscuro, ya que cada país con sus particularidades en Centroamérica parece vivir en un carrusel eterno. En el caso de El Salvador, luego de la guerra civil se lograron la paz y la democracia, pero se sigue viviendo en un clima de terror y asesinato terrible. Guatemala igual. En Nicaragua todos vemos lo que está pasando. No hay motivos para el entusiasmos y menos aún para la ilusión.
—¿Diría que hoy por hoy El Salvador es una prisión a cielo abierto, luego de las desastrosas políticas estadunidenses y el paragobierno de las maras?
—Buena parte del territorio es controlado por las maras, y existe esa sensación de asfixia en la población; mientras más pobres los barrios, mayor control de la delincuencia. Es la cultura de la rapiña, del parásito que chupa la sangre. No se trata de grupos ricos, como los narcotraficantes en México o los carteles colombianos, sino que las maras son una partida de muertos de hambre chupándole la sangre a otra partida de muertos de hambre, lo que torna las cosas mucho más sórdidas.
—Ese concepto alude al título de tu última novela, “Moronga”, sangre coagulada. Morcilla la llaman acá; un estado del necrocapitalismo gore muy conocido allende el norte, que comunica a México con Centroamérica en una herida compleja.
—Las cosas no eran así antes. El ciclo de deterioro de México es bastante reciente. Siempre estuvo el fenómeno de la guerrilla en Guerrero, pero no era un fenómeno nacional; ahora los lugares donde la violencia es pavorosa son muchos. Eso torna la violencia criminal y el homicidio como forma de vida en un fenómeno regional que no es exclusivamente centroamericano. Si se ve en perspectiva, alguien tiene que salir favorecido con esto, alguien lo necesita para el desarrollo del capitalismo global o de este formato del capitalismo carnicero donde menos tienen cada vez más y a los más se los lleva cada vez más seguido la chingada.
—Una literatura como la suya visibiliza desde hace mucho tiempo estos horrores, un producto incluso de exportación, como el hecho de cortar cabezas. ¿Cómo se intersecta la literatura con las tecnologías de la violencia? De alguna manera se trata, si bien en las antípodas, de dos fenómenos culturales: tanto la violencia como la representación de esa violencia devienen productos de exportación.
—La intersección con la literatura radica en que el escritor es un hombre de su tiempo, y su tiempo está cortado por fenómenos de terror y criminalidad, de deterioro profundo del Estado, dado que los Estados no protegen ni defienden, ni mucho menos ayudan al desarrollo del ser humano. Eso queda reflejado en sus escritos, y ni siquiera porque se lo proponga, sino porque es el mundo en el que vive. Incluso si escribe cuentos fantásticos.
—Su primera novela, ahora reeditada, sucede en la ciudad de México.
—Esto a mucha gente no le gusta en Centroamérica, pero la gran metrópoli de nosotros sigue siendo México. Cuando voy a la ciudad no me siento extranjero. Sin duda lo soy, pero durante 300 años fuimos una colonia del Virreinato de México. En ese sentido, el hecho de que los personajes de La diáspora se desarrollen allá es natural, dado que era el lugar a donde se emigraba entonces, no como ahora, que se ha vuelto un sitio de paso rumbo a los Estados Unidos. México es la gran metrópoli de Centroamérica.
—¿Lee aún a Thomas Bernhard? ¿Cree que la literatura todavía tiene incidencia en la política?
—A Bernhard me lo sacudí con mi novela El asco junto con su voz, que es tan fuerte. Lo he leído en inglés y en español, y sin duda suena mejor en las traducciones de Miguel Sáenz. En inglés es mucho más rígido y la lengua de Bernhard es absolutamente maleable. Pero en general no, no lo releo. Mi amorío con él terminó. Respecto de la literatura y la política evidentemente no. El papel que jugó la literatura en Latinoamérica en la segunda mitad del siglo XX, que llevó a que escritores fueran asesinados, silenciados o expulsados de sus países, es una situación que salvo excepciones no se vive más. El ojo de la represión y el ojo del capital están en contra de los periodistas. El poder político entendió que la ficción es inofensiva, puesto que lo ofensivo es que se investigue cómo roban y cómo matan.