La marca a la que se refiere Calasso en el título de su libro es muy personal y al mismo tiempo sugiere dos cosas: cierta huella que un editor capaz es dejar luego de cincuenta años de labor ininterrumpida, pero también esa “marca” que él mismo contribuyó a crear (al menos en Italia), que es la marca Adelphi, una editorial fundada en 1962 por Luciano Foà y Roberto Olivetti, de la que Calasso asumió la dirección editorial en 1971 y que preside desde 1999. El éxito de la editorial está ligado, sobre todo, al coraje y a la capacidad de introducir en el mercado obras literarias y filosóficas complejas, con una particular atención a los autores de Europa central. PERFIL mantuvo una conversación telefónica con Roberto Calasso.
—Su abuelo materno, Ernesto Codignola, fue fundador de una editorial en Florencia. ¿Tuvo él alguna influencia en su formación cultural y en su futura actividad como editor?
—La editorial de mi abuelo sigue existiendo, se llama La Nuova Italia, pero es un excelente sello university press, se dedica exclusivamente a publicar ensayos históricos y filosóficos. Allí apareció la primera edición italiana de la Fenomenología del espíritu, de Hegel, por ejemplo. Por el contrario, Adelphi nació como una editorial literaria.
—Usted puso en circulación muchos autores, sobre todo de la cultura mitterleuropea, que hasta la llegada de Adelphi eran prácticamente desconocidos...
—Es verdad. Pero recuerdo que incluso en Alemania y en Austria algunos se encontraban pasando por un cono de sombra. Lo que predominaba en los años 60 en Alemania era un eje Brecht-Adorno. Grandísimos escritores como Benn, Hofmannsthal o Schnitzler eran percibidos como laterales. Nosotros, en cambio, desde el comienzo los vimos como parte de una constelación, que es lo que efectivamente son.
—O sea que lo que hizo Adelphi fue cambiar el eje, moverlo de París a Viena...
—Sí, si consideramos que la constelación de autores de habla alemana de los primeros treinta años del siglo XX es más esencial, o más importante, que la de París, que normalmente es considerado el lugar por excelencia del arte y la invención literaria. Así que sí, lo que hicimos fue mover ese eje.
—Usted tuvo un rol importantísimo en la difusión de Fernando Pessoa, que en los años 80 era prácticamente desconocido en lengua italiana, publicando las primeras traducciones al italiano hechas por Antonio Tabucchi.
—Sí, fue en 1987, cuando publicamos Una sola multitudine. Lo raro es que la salida de aquel libro fue acompañada de un silencio sepulcral. Hubo una sola reacción en un periódico de las Brigadas Rojas, Contrainformazione, donde un cronista anónimo captó su importancia. El resto, silencio.
—Usted ha sido amigo de al menos dos autores muy apreciados en la Argentina, Juan Rodolfo Wilcock y Bruce Chatwin...
—Sí, a Wilcock lo conocí siendo yo un muchacho, a los 21 años. El vivía en las afueras de Roma, era un excéntrico y un traductor excelente. De hecho, tradujo algunos libros como La nube púrpura, de M.P. Shiel, en aquellos primeros años de la editorial. Chatwin era alguien que estaba pendiente de los más mínimos detalles de la edición, controlaba absolutamente todo, todo.
—¿Qué quiere decir cuando habla de la edición como un género literario?
—La literatura es algo que es posible hacer incluso ante la falta de ciertas condiciones esenciales, como el dinero. El arte de la edición también es posible en esas circunstancias. Hay ejemplos de sobra, en la historia de la edición, que lo demuestran.
—No me dijo quién fue una figura fundamental en su formación.
—Fue Bobi Bazlen. Ningún otro encuentro signó tanto mi existencia. Un hombre casi convertido en fábula y de quien yo ya había oído hablar siendo niño. Pero lo conocí en 1960, junto a Elémire Zolla. Después volví a verlo muchas veces más. Bazlen fue el descubridor, para los italianos, de figuras como Kafka, Trakl y Musil, cuando trabajaba haciendo informes de lecturas para Bompiani o para Einaudi –donde rara vez su propuestas eran tomadas en consideración. Bazlen me ayudó a acelerar ciertos pasos de una manera impresionante. Cuando lo conocí, yo me encontraba atravesando una etapa de cierta relevancia adorniana. Bazlen, en cambio, a Adorno no lo soportaba. Consideraba que ese camino ya estaba perdido. Y tenía razón: de la dialéctica del Iluminismo ya no se podía exprimir gran cosa. Porque el Iluminismo ya no debía ser salvado, sino llevado a su naufragio definitivo. Pero sería un error considerar que mi relación con Bazlen fue solamente una cuestión de influencias intelectuales. Su eficacia iba mucho más allá. De Bazlen proviene esa idea del “libro único”, que marcó con tanta fuerza los comienzos de Adelphi.
—¿Qué es un libro único?
—La novela única de un novelista, ese libro que al leerlo uno reconoce rápidamente que el autor pasó por algo y ese algo terminó originando un libro. Bazlen era muy intolerante con la escritura. Para él, era necesario que quien escribiera hubiera sido atravesado por algo, que hubiera absorbido ese algo y que lo hubiera transformado en estilo. Esos eran los libros que atraían a Bazlen. Y naturalmente a mí.