La obra de Laura Lima requiere un tiempo, un espacio y hasta un glosario. El mago desnudo, la inmensa puesta que está en el subsuelo del Museo de Arte Moderno, necesita estos tres elementos. Para empezar por las palabras que definen su mundo está el impulso de llamarlas “instalación”. Este se ve limitado por partida doble: el pudor personal ante las palabrejas de usos múltiples, que van desde las eléctricas hasta las de las artes visuales contemporáneas, sumado a la insistencia de esta artista brasileña de buscar palabras para definir su quehacer artístico. Para Lima, El mago desnudo, por ejemplo, es una situación, una instancia. Y lo que pudiera sonar a capricho o jueguito sin sentido con las palabras se vuelve parte visceral de la obra.
Las donaciones que los vecinos del barrio (y algunos no tan vecinos) hicieron al museo por expreso pedido de la artista de Minas Gerais se hicieron la “carne” en El mago desnudo. Durante quince días Laura Lima, realizadora de Cinema Shadow, fue tomando la sala que fuera muy blanca. En ese espacio creó muchos otros: talleres, cocinas, pasadizos, túneles, senderos, pasillos, escaleras que no van a ningún lado. Todo esto lo hizo con libros que levantan vuelo, bibliotecas torcidas, pequeños rincones con objetos que forman series, esculturas de telas, maniquíes, máquinas, herramientas, moldería, hilos, bordados, telas. Además, la vida humana que no puede faltar en sus pensamientos sobre el arte. Durante la jornada, cuatro actores son los magos que se deslizan, sigilosos, como si no quisieran llamar la atención, con un traje que tiene las mangas cortadas. Para que se note el artificio, para que se vea el truco, es la intención de este gesto que, dada la contundencia de la gran creación, resulta un poco pueril. Sin embargo, es parte del juego que propone Lima que va desde lo sofisticado y erudito hasta lo más banal e inocente.
Porque en este caso, Lima crea un espacio que antes no existía y lo pone a funcionar menos como un decorado o una escenografía que como una presencia inmaterial pero con tendencias a activarse como viviente. Entonces, el espacio que contiene su obra no es sólo usado sino habitado. La experiencia de entrar en sala recorre varios estadios: la admiración inicial al contemplar algo que parece salido de las imágenes de Tim Burton, ese mundo descolocado de la casa de Charlie Bucket se va viciando de inquietud y hasta de asfixia al recorrer los múltiples accesos, algunos casi secretos, que se forman con libros y otras piezas. Pareciera que Lima lo sabe. Intuye a los espectadores y a sus circunstancias que van a ir por la deriva extraordinaria de esas cosas con las que ella compone este caos ordenado: una suerte de cadáver exquisito que para los surrealistas era de palabras y para Lima es de objetos.
Un pequeño recoveco muy claro y vacío despeja y alivia de imágenes. Puede ser el principio de todo y también su colofón. Lo que es seguro, en la medida que su obra reverbera, se crispa, se exacerba y crece, como una planta carnívora, como el monstruo que se libera de nuestro propio interior; es que meter la cabeza en la blancura de ese recinto es un bálsamo que funciona muy bien en el espacio pero también opera en el tiempo. El mago desnudo es una máquina en ese sentido. Desajustada de la cronología, impactada por las fechas que se impregnan en los objetos, en las tapas de las revistas, en las ediciones de los libros, el tiempo es un fuera de tiempo. La repetición de las escenas, los magos que son distintos pero iguales, provocan un “estar sin tiempo” para deambular en una especie de caverna que intenta contener todas las posibilidades, todas las palabras, todas las cosas.