Son modas: una de las más difundidas en los últimos tiempos consiste en achacar a los talleres literarios los más diversos problemas, entre los que se contarían la profesionalización de la figura del escritor y la producción seriada de ficciones convencionales. Los talleres, según sus detractores, serían algo así como pequeñas fábricas aplacadoras de subjetividades, desde cuyas entrañas se estarían produciendo toneladas de mercadería sin valor artístico visible, pero de primera necesidad para alimentar la insaciable maquinaria de la industria cultural. Una idea de un reduccionismo infantil que, en la mayoría de los casos, no sólo está lejos de ser cierta sino que subestima, sobre todo, la indocilidad y el azar que son propios de la esencia de la creación literaria. Si hay algo seguro es que la literatura argentina no necesita de estos sofismas, ni de un nuevo poder de policía que decida quién, cómo y desde dónde deben producirse las obras que les darán cuerpo.
Para empezar por el principio, habría que decir que frente a la inexistencia de un mercado afín y a la desidia oficial –que en lugar de multiplicar los subsidios intentaba, hasta hace algún tiempo, abolir las becas vitalicias que otorgaban los premios nacionales y municipales de literatura–, los talleres funcionan como el medio de subsistencia más habitual de los escritores, junto al ejercicio del periodismo. Pero esto no explica por qué la oferta de talleres parece crecer de manera permanente desde hace años. ¿Qué es lo que los aspirantes a escritores van a buscar a esos ámbitos? La respuesta no esconde demasiados misterios: acercarse a la literatura de la mano de un guía, tomar contacto con la propia generación, leer, escuchar y corregir textos propios y ajenos. O, en el peor de los casos, encontrar pareja.
Hace ya muchos años asistí a un taller literario y puedo decir que aquella experiencia funcionó como el mejor atajo para llegar a ciertos autores a los que, de otra manera, hubiera tardado más en leer: Böll, Buzzati, Conrad, O. Henry, Lispector, Márai, Mishima, Papini, Steinbeck. Allí escuché, también, algunas de las mejores anécdotas sobre escritores que recuerde: cuando Ernesto Sabato le envió, en un acto de amistad, el manuscrito de El túnel a Adolfo Bioy Casares para que se lo corrigiera –y Bioy se tomó en serio la faena, llenó las páginas de tachaduras rojas y los dos dejaron de hablarse para siempre; cuando en cierta reunión, frente al retraso de Manuel Mujica Lainez, Silvina Bullrich dijo que “como todo homosexual, siempre llegaba tarde”, y desde atrás se escuchó el grito de Manucho: “¡Callate, vos, gaucho con concha!”. Existen, por supuesto, talleres preceptivos, expulsivos, repletos de consignas y tareas, impartidos por avezados maestros en el arte de taimar incautos: nada que no suceda en cualquier otro ámbito de la vida.
Los talleres literarios son como el cigarrillo: pueden ser útiles y placenteros, pero hay que saber dejarlos a tiempo. La fórmula es la de siempre, aprender para después desaprender mejor. Ya habrá tiempo para llegar a la única conclusión posible: que la verdadera literatura es otra cosa, algo muy parecido a aquel látigo del que hablaba Truman Capote, tanto un don como un instrumento de flagelo que se practica, casi siempre, en la más profunda de las soledades.