Dónde sino en Praga sería posible, me pregunto, esa ciudad donde también existe un Museo de la Alquimia y donde surgió el Teatro Negro, que trabaja con vestuario fosforescente y linternas negras. Esa ciudad que es uno de los vértices del triángulo (los otros dos son Turín y Lyon) que la tradición ocultista consagra como capitales del saber prohibido.
Apenas entra, el visitante que llega al Museo de la Sombra debe posar equidistante entre un haz de luz y una pared blanca sobre la que se proyecta su sombra. Un personaje que parece llegar del siglo XVIII, peluca empolvada y casaca con galones, traza con tiza el contorno de la sombra en la pared y lo fotografía. Ese registro de lo más efímero e intangible, línea de tiza que ha de ser borrada, pasa a enriquecer el libro de visitantes.
En los varios pisos del museo se puede penetrar en una reconstrucción de la célebre caverna platónica para percibir desde su fondo esas sombras exteriores que el filósofo señaló como mentido reflejo de la realidad. También: internarse, entre biblioteca y auditórium, en un copioso archivo artístico y literario sobre el tema. Arranca, desde luego, en pleno romanticismo alemán con Peter Schlemihl, el hombre que vendió su sombra, de Adalbert von Chamisso, y abarca obras famosas y oscuras para llegar a la ópera (La mujer sin sombra, de Strauss) y el cine (las varias versiones mudas de 1913 y 1926, sonora de 1935, de una leyenda fáustica, favorita de la ciudad: El estudiante de Praga). Más allá de la historia, se llega a un texto capital: Elogio de la sombra, de Junichiro Tanizaki, donde el escritor japonés explora la riqueza de matices y sentidos que permite descubrir la penumbra.
Al emerger del museo, la luz del día no permite volver necesariamente al presente. Para el lector apasionado, toda ciudad está hecha de napas geológicas de literatura, el presente se le aparece como una frágil corteza transparente bajo la cual palpita la ciudad vivida y recreada por los autores leídos. No es sólo el caso de un museo al aire libre como en París; en Buenos Aires están Marechal y Borges, en Berlín Döblin e Isherwood.
Praga no podía ser una excepción. Una rica trama de leyendas espera en su camino al transeúnte: los palacios barrocos del distrito Malá Strana, las callejuelas de Staré Mesto, la ciudad vieja, el gueto y el cementerio judío. El fantasma de Kafka, sin duda, y más lejos en el tiempo el Golem creado por el rabino Loew, que según Gershom Sholem cada treinta y tres años aparece en la ventana de un cuarto sin acceso en el gueto de Praga.
Praga ha tenido su cartógrafo en Angelo Maria Ripellino. Este eslavista italiano es el autor de Praga mágica, un libro que décadas de culto confidencial no han logrado imponer en lo que nuestro ciego infalible llamaba la ecclesia visibilis de las letras. (Confieso que Ripellino fue mi guía cuando, hace unos años, compilé una Galaxia Kafka y puse en conversación a autores posteriores a La metamorfosis, como Bohumil Hrabal, o que le fueron contemporáneos: Johannes Urzidil, Paul Leppin; lamenté no poder incluir a Jaroslav Seifert y a Leo Perutz.)
Sin más guía que el gusto literario de un arqueólogo diletante (en el sentido original de la palabra en italiano: por deleite), Ripellino mira hacia atrás, al tiempo en que Rodolfo II (1552-1612) eligió Praga como residencia. Ese vástago de los Habsburgo, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, nieto de Carlos V y sobrino de Felipe II de España, reunió en su corte de Praga a numerosos alquimistas o que pretendían serlo, a matemáticos como Kepler, astrónomos como Tycho Brahe y artistas como Arcimboldo, con un instinto seguro para la excentricidad. A la vez depresivo y visionario, coleccionista de manuscritos antiguos y juguetes mecánicos, antes de ser expulsado del trono Rodolfo II sentó las bases de algo más que la Contrarreforma y el esplendor arquitectónico de la ciudad, también la de esa sinuosa, inasible tradición que como un Jano bifronte concilia ocultismo y barroco.
El lector de Utz, novela breve de Bruce Chatwin, sin duda la mejor que escribió, pudo haberse preguntado por qué ese viajero ávido de poner distancias con Europa y su educación, sólo fascinado por el desierto patagónico o el australiano, por el Africa de los mercaderes de esclavos, eligió al final de su corta vida contar la historia de un excéntrico coleccionista de porcelanas que sobrevive en heroica oscuridad durante los años del comunismo checo. Después de visitar Praga, el lector halla la respuesta. Sólo en esa ciudad podían respirar aquel personaje y una ficción donde se mezclan la sombra tácita de la alquimia, la posibilidad de recrear un golem y una pasión privada que necesita ocultarse.