La última semana antes del aislamiento por el Covid-19 la pasé en Entre Ríos, en el rodaje de Jesús López, la película de Maxi Schonfeld, que se suspendió, como todo. En la aldea donde nos hospedábamos las noticias del virus se veían por la tele como se ve todo lo que pasa en Buenos Aires, algo lejano, algo que les pasa a los porteños, algo que no va a alterar nunca la mansa calma de los campos de soja… lo más vertiginoso quizá que les ha pasado a estos pueblos en las últimas dos décadas. Más que el siglo XXI, lo que los pasó por encima es la soja, su verde marcial que se chupa los campos con ganado, la siembra diversificada, los montecitos.
Una de las últimas escenas que se filmaron antes del desbande es una chiquita que me conmovió mucho. Abel, uno de los protagonistas, un adolescente, terminó su trabajo en el campo. Atardece y él está echado sobre unos neumáticos de tractor escuchando música en el celular. La música sale por un parlante aparatoso que el chico arrastró hasta allí. El parlante tiene unas luces que cambian de color al ritmo de la música. Es un momento de soledad absoluta. Fuera de cuadro, las vacas de la granja también observaban la escena, con esos ojos húmedos, pavotes al tiempo que inescrutables, que tienen las vacas.
Al día siguiente regresé a Capital en un micro. Eramos pocos pasajeros y menos aún personas en la terminal de Diamante. Mientras esperaba a que se hiciera la hora sentada en un banco de madera –ni siquiera hay un bar, solo las dársenas donde estacionan los colectivos y dos baños con olor a acaroína–, me acordé de una anécdota que me contaron sobre la ciudad. Diamante está construida sobre las barrancas del río Paraná. En sus orígenes, una caravana de gitanos quiso quedarse unos días para descansar y los habitantes del pueblo los echaron. Los gitanos no gozan de buena fama en los pueblos. Cuando yo era chica, los mayores siempre nos advertían sobre ellos: roban gurises. El caso es que estos gitanos en particular, viéndose obligados a levantar campamento e irse, echaron una maldición sobre el pueblo: el día menos pensado, el río tragará las barrancas y Diamante desaparecerá para siempre.
Unas personas vienen con la intención de averiguar horarios, frecuencia… se corre la voz de que cerrarán la ciudad. Me preguntan a mí, que soy una forastera sin información. A mí también me llegan por WhatsApp mensajes alarmantes de amigos: ¡van a cerrar las fronteras de las provincias, te vas a quedar ahí! Sonrío. Tal vez también me echen como si fuera una gitana. La única que sabe algo es la chica que atiende la remisería. Informa a los que preguntan, los tranquiliza: todavía quedan servicios a Paraná. Llega una mujer joven con una nena. Una empleada del banco de la provincia. Todavía la gente no toma la distancia de un metro a la que nos acostumbraríamos enseguida a los pocos días. Todavía la gente se habla de cerca y alguien le enciende el cigarrillo a otro con su encendedor. No sé cuánto pasará hasta que volvamos a ver gestos así.
Mientras escribo esto me acuerdo de otra escena, una de tal vez veinte días atrás. Salíamos de un restaurante peruano frente a la plaza Flores. Era sábado por la tarde y el día estaba gris y destemplado. Un hombre joven, de la calle, muy borracho, trataba de ponerse una camisa encima de su ropa. La camisa estaba abotonada y se le había trabado en la cabeza. Grillo se acercó a ayudarlo. El tipo primero manoteó como para espantarlo, a la defensiva. Después dejó que lo ayudara a salir de esa prisión de tela.