CULTURA
literatura policial argentina

Escritos con sangre

Con una nutrida agenda de actividades e invitados internacionales, esta semana arranca una nueva edición de BAN! –Buenos Aires Negra, el Festival internacional de literatura policial. Ocasión ideal para repasar lo mejor del género que se ha producido en Argentina. Asesinatos, investigaciones, detectives y malvivientes, como componentes de una narración, que a medida que pasan los años no hace otra cosa que reflejarnos.

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Literatura policial argentina. Asesinatos, investigaciones, detectives y malvivientes, como componentes de una narración, que a medida que pasan los años no hace otra cosa que reflejarnos. | cedoc

El crimen de ficción nunca estuvo separado del crimen real. Por más abstracto que pudiera parecer, el caso literario siempre se proyectó sobre el trasfondo histórico de su tiempo. Walter Benjamin dijo que el contenido social originario de las historias de detectives era la pérdida de las huellas individuales en la multitud de las grandes ciudades y Edgar Allan Poe se propuso resolver un enigma de la crónica en El misterio de Marie Roget, un texto fundacional. Esos cruces siguen presentes en la literatura del género y también en sus espacios de reflexión, como el Festival BAN!, cuya sexta edición comenzará esta semana.

Los crímenes que cambiaron la historia, los asesinos seriales, los crímenes de los hombres que no aman a las mujeres, como decía Stieg Larsson, y los de las mujeres que se defienden de los hombres, están en la agenda de la nueva edición del BAN! (ver recuadro). La omnipresencia de lo policial en la escena contemporánea pone también en debate los límites y la definición misma del género. La discusión puede extenderse, pero el canon prescribe al menos dos requisitos para identificar a un texto como policial: una investigación como forma del relato, y una figura de detective como agente de narración. Pero con eso los problemas vuelven a comenzar, por lo menos para la literatura argentina.

Entre Perón y Kant. El perfil corresponde a un ex comisario, peronista, lector de Kant y obligado a retirarse de la Policía después del golpe militar de 1976. En Los casos del comisario Croce, su libro póstumo, Ricardo Piglia resuelve a través de ese personaje un enigma, y también una dificultad, que atraviesa la historia del género policial en la Argentina: cómo construir un detective que resulte verosímil y posible en un contexto cultural donde la Policía es identificada como una fuerza capaz de cometer los peores crímenes.

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Croce ya aparecía en la novela Blanco nocturno (2010), junto con Emilio Renzi, el álter ego de Piglia. El periodista del diario El Mundo es ahora un personaje secundario y el policía se convierte en protagonista: se trata de sus casos y, sobre todo, de la exposición de su método, un “sistema de investigación” donde se condensan y se reformulan las grandes corrientes del género.

Piglia dice en una nota final que trató de seguir la tradición realista, que para el caso remite a la novela negra norteamericana. Sin embargo, en uno de los relatos, “La conferencia”, imagina un encuentro entre Croce y Borges, donde el comisario y el escritor que rechazaba “todo exceso de verosimilitud, de realismo” en el género se reconocen como “dos paisanos argentinos, dos criollos” que actualizan la figura del baqueano, el que descifra el mundo a través de la lectura de pistas y rastros. Una nueva filiación del detective, desde el momento en que recupera “uno de los saberes básicos en el campo argentino”.

Borges consagró al policial en un lugar central de la literatura argentina, como garantía del orden y la forma de los clásicos, y también lo defenestró: el género le pareció finalmente “algo ingenioso, pero sin vida” y sobre todo sin ningún compromiso con la narración realista: la policía no resuelve sus casos con los razonamientos, decía, sino a través de la tortura y la delación.

Nada más artificioso, para empezar, que el detective, el personaje que se impone por la inteligencia o bien por los puños, enfrentado a un mundo corrupto, según las versiones del relato de enigma y la novela negra. Borges pronunciaba la palabra en inglés, para subrayar su carácter ficticio.

La historia de la literatura argentina podía darle más de un ejemplo. El primer detective de la ficción nacional fue un francés, L’Archiduc, protagonista de La huella del crimen y de Clemencia, folletines publicados en 1877 por Raúl Waleis (seudónimo del jurista Luis V. Varela). El investigador de La bolsa de huesos (1896), de Eduardo L. Holmberg, era un científico que jugaba con la confusión entre la realidad y la ficción y que para rematar el equívoco requería la opinión de Belisario Otamendi, jefe de pesquisas de la Policía de Buenos Aires, a quien iba dedicado el texto.

Sin embargo, la tensión entre los personajes literarios y sus referentes, y en consecuencia el problema de la verosimilitud del detective, fue una temprana preocupación de los escritores argentinos. Y también un motivo de crítica para los policías de carne y hueso: ya en 1912 el comisario Alberto Dellepiane criticó la influencia de las novelas de Arthur Conan Doyle, que confundían a los lectores respecto de la verdadera acción policial, que él se propuso exponer en sus Memorias de un detective.

A partir de Memorias de un vigilante (1897), de José S. Alvarez, Fray Mocho, se conformó una línea de policías escritores que reivindicaron la experiencia de calle como valor ante las ocurrencias de los escritores. El saber elaborado a través del contacto propio con los criminales compensaba las modestas, cuando no torpes, virtudes literarias.

Pero el investigador que propusieron Laurentino Mejías (1854-1936) y Manuel Barrés (1892-1951), entre otros, no fue una criatura menos artificial: “Los enigmas literarios fundantes, y sus famosos detectives, colaboraron en una empresa simbólica difícil y muy cara a la institución policial. Fijaron la noción –objetivamente falsa, pero esencial a la construcción de una imagen de modernidad– de que la principal ocupación de la Policía era la lucha contra el delito, la investigación sostenida del delito”, dice la historiadora Lila Caimari en Cómo se investiga un crimen. Detectives y literatura detectivesca en Buenos Aires entre los siglos XIX y XX.

La ficción prescindió así de las rutinas efectivas de la realidad, “esa forma de patrullamiento genérico, indeterminado y a menudo brutal que constituye (siempre ha constituido) el universo cotidiano de la policía urbana”, agrega Caimari. Los detectives no se ocupaban de semejantes minucias.

En clave criolla. Para Manuel Peyrou, el detective podía compararse al místico: en ambos había “un estado de alarma ante el misterio, un agudo sentido de la realidad de lo invisible y, si se quiere, la íntima certeza de que todo enigma es solo una provocación de la verdad”. Marco Denevi imaginó una intriga policial donde no interviniera la Policía. Lo que le importaba era proponer un enigma al lector. En Rosaura a las diez, su novela más conocida, el investigador se limita a escuchar a los personajes, en segundo plano respecto de los habitantes de la pensión La Madrileña, donde transcurre la acción.

Sin embargo, al margen de figuras excéntricas como Isidro Parodi, el peluquero detective de Borges y Bioy Casares que resolvía los casos desde una celda de la Penitenciaría Nacional, o del padre Metri, el detective que Leonardo Castellani configuró según el modelo del padre Brown de Gilbert K. Chesterton (“Su principal aspecto es que no tiene aspectos. Su característica es que no tiene características, y se podría decir que su cualidad más llamativa es no ser llamativo”), en el proceso de tradu-cción y adaptación del género policial se consolidó una nueva figura: el comisario rural.

Laborde, de Manuel Peyrou; Don Frutos Gómez, de Velmiro Ayala Gauna, y Leoni, de Adolfo Pérez Zelaschi, convergieron en esa línea que por un lado reformulaba el prototipo de la pareja de investigadores –los comisarios suelen estar acompañados por otros personajes, encargados de narrar sus historias– y por otro recogía algo del antiintelectualismo de los policías verdaderos.

Rodolfo Walsh aportó a Laurenzi, el policía retirado que le cuenta sus historias a Daniel Hernández, después que se deshizo de la ortodoxia del relato de enigma que practicó en los cuentos de Variaciones en rojo. Incluso antes del terrorismo de Estado, por cuestiones de verosimilitud, los comisarios de la ficción estaban necesariamente alejados de la institución.

Homenajes y parodias. La novela negra suele ser asociada a la denuncia del capitalismo. Pero  las versiones argentinas son tan librescas como los relatos de enigma. Los homenajes, las citas y las parodias son recurrentes, desde Triste, solitario y final de Osvaldo Soriano (1973) hasta El último Hammett, la novela de Juan Sasturain de reciente edición.

En Manual de perdedores (1985), Sasturain contó la historia de cómo era posible que existiera un investigador privado en la Argentina y cuáles serían sus rasgos. El personaje era un objeto de reflexión y de ironía: el jubilado Etchenique se convertía en el detective Etchenaik (como los personajes de historieta que tienen una doble vida, o que adoptan una nueva personalidad), un investigador moldeado por la ficción y sobre todo por las lecturas de la novela negra.

Etchenaik pretendía ser un detective verdadero, distinto de los personajes conocidos a través de la ficción: “El detective privado que descubre crímenes antes que la policía o encuentra a las joyas y seduce a la muchacha son cosas de la peor literatura –proclamaba–. La realidad es ésta: una oficina, un teléfono y la espera del cliente como en cualquier boliche. Además del riesgo de quedar con un ojo menos o un hueso roto”.

La pretensión realista del policial argentino y la posibilidad de los detectives encontraron su principal obstáculo en la dictadura militar. Una primera respuesta al problema apareció en Versión de un relato de Hammett, de Sasturain, donde un escritor argentino, exiliado en España después de haber sido preso político, inventa un cuento del autor de Cosecha roja. Esa apropiación del autor que “extrajo el crimen del jarrón veneciano y lo depositó en el callejón”, según la célebre definición de Raymond Chandler, continúa en El último Hammett y condensa una operación de escritura del policial alternativa al modelo canónico que deriva de Borges.

Los cuentos de Piglia retoman la tradición realista en el sentido de que se basan en hechos o personajes históricos. La música recrea por ejemplo, un caso resonante de la crónica, el de Milivoje Pesic, un marinero yugoslavo acusado por un crimen que no cometió en una whiskería de Quequén. El relato sigue al pie de la letra las circunstancias, aunque las sitúa en 1967 y no en 1978, como ocurrió. Y con el comisario Croce introduce no solo la ficción sino un guiño hacia los orígenes mismos del género: Pesic le cuenta que soñó con un mono y una escalera, y en esas imágenes borrosas están el verdadero asesino y también Los crímenes de la calle Morgue.

El que sabe mentir. La idea de juego está asociada al policial desde sus orígenes. En Los crímenes de la calle Morgue, Poe comparó la investigación del crimen con el juego del whist, donde la suerte del jugador depende de su grado de atención hacia el comportamiento del rival y de su capacidad de observación de los mínimos detalles del entorno. El detective debe ser capaz de convertirse en el criminal, en el sentido de razonar como él, y el mejor entrenamiento al respecto se encuentra en el juego.

La relación del género con el juego también fue planteada en términos de entretenimiento y evasión: la forma del policial podía compararse a una adivinanza, decía Borges; era una distracción inteligente, como el ajedrez; el protagonista no era más que un aficionado ocioso que jugaba al detective.

Pero el ajedrez y el crimen parecen definitivamente desvinculados en la literatura argentina desde que Walsh recibe “la primera noticia sobre los fusilamientos clandestinos de junio de 1956” mientras juega una partida en un bar de La Plata. La violencia política patea el tablero del ajedrez, que es también el de “la literatura fantástica que leo, los cuentos policiales que escribo”, como dice en el prólogo de Operación Masacre.

Sin embargo, en Cuento para tahúres, el relato que incluyó en su antología Diez cuentos policiales argentinos (1953), Walsh había nacionalizado ese aspecto del género, para situar la anécdota durante una partida de dados en un garito clandestino. En los casos del comisario Croce se trata del póker, donde mentir es la base del juego “y la duda sobre la verdad o la falsedad es la llave de sus reglas secretas”.

A la vez, en El jugador Piglia retoma una idea de Antón Chéjov (“Un hombre, en Montecarlo, va al Casino, gana un millón, vuelve a su casa, se suicida”) y la ambienta en el Delta, con personajes argentinos. Era la primera de sus célebres Tesis sobre el cuento, el ejemplo de que “un cuento siempre cuenta dos historias”.

En su ensayo La ficción paranoica, Piglia ya había convertido al género policial en cifra del arte narrativo: “Todo relato va del no saber al saber. Toda narración supone ese paso. La novela policial hace de eso un tema”. Ahora proporciona también un paradigma de la forma clásica del cuento, y una especie de explicación final de la realidad. Croce, dice, descubre que el mejor lugar para él es la Escuela de Policía porque “el crimen escondía la verdad de la sociedad; era el en-sí del mundo”, la trama múltiple “que señala y define la lógica secreta del mundo”. Y para eso se necesita un detective.

 

El caso Flitcraft

En un pasaje de El halcón maltés, la novela de Dashiell Hammett, el detective Sam Spade cuenta la historia de un tal Flitcraft, un agente inmobiliario que llevaba una vida común y corriente hasta que un día desapareció misteriosamente, abandonando a su esposa e hijos. Spade lo ubica en otra ciudad, donde vive bajo otro nombre y lleva una nueva vida. Flitcraft explica entonces que un día, yendo a almorzar, una viga cayó desde un edificio a dos pasos de él. No le pasó nada, pero aquello lo hizo pensar: la vida no era la responsabilidad, la sensatez, el orden, sino el puro azar, “fue consciente entonces de que los hombres morían de manera fortuita” y por eso decidió seguir ese impulso.

La historia retorna literalmente en El último Hammett, de Juan Sasturain, donde un escritor argentino la reescribe como nouvelle y la pone a consideración de Hammett y también en uno de los casos del comisario Croce, “El impenetrable” en forma de paradoja: un hombre abandona a su familia, cambia de vida y desaparece no para disimularse bajo otro nombre sino, por el contrario, para recuperar su propia identidad que mantuvo en secreto para actuar como un agente comunista infiltrado en la clase burguesa.

 

Lo que hay que ver, lo que hay que oír

Después de un paréntesis de un año, el Festival Internacional de Literatura Policial Buenos Aires Negra vuelve al Centro Cultural San Martín para celebrar su sexta edición entre el miércoles 24 y el sábado 27. “La importancia que tiene el Festival es muy seria, sin embargo el BAN! en sí mismo no lo es, es festivo, tiene el espíritu pícaro, cargado de ironía y humor que caracteriza a los porteños”, dijo Ernesto Mallo, director del evento, al presentar el encuentro en la Casa de la Lectura junto al ministro de Cultura de la Ciudad, Enrique Avogadro.

El miércoles 24, entre otras actividades, Liliana Escliar expondrá sobre “El crimen conyugal femenino” y a continuación Juan Sasturain lo hará sobre “El crimen conyugal masculino”; Pablo De Santis hablará en torno a la “Violencia real y violencia simbólica” y, en el cierre, el escritor y periodista brasileño Marçal Aquino hablará sobre “Crimen, culpa y sentimientos”. En la apertura, Daniel Schavelzon, Ana Checchi y Mercedes Giuffré integrarán el panel “Crímenes que cambiaron la historia”, con la coordinación de Gabriela Urritebehety.

El español Esteban Fernán-López Malatesta (“El crimen rural en España”), Gabriela Cabezón Cámara y Dolores Reyes (“Mujeres que matan”),  Florencia Etcheves (“La imperfección de los héroes y la de los villanos”) y la forense holandesa Inge Schilperoor (“¿Hay redención posible para el crimen sexual?”) serán algunas de las atracciones del jueves 25.

Sasturain volverá a presentarse el viernes, con Gabriel Wainstein y Ricardo Romero, en una mesa sobre libros y cine. El mismo día se presentarán, entre otros, Guillermo Martínez y Marcelo Figueras (“El perfecto asesino”), el francés Oliver Norek (“La jungla carcelaria en la literatura y en la vida real”) y el nigeriano Leye Adenle (“Africa, la violencia cotidiana en la ficción y en la realidad”).

El sábado habrá un espacio privilegiado para la crónica y, por otra parte, para la psiquiatría. Virginia Messi y Ricardo Ragendorfer hablarán sobre “Crímenes inverosímiles pero reales”, mientras que el escritor y guionista mexicano Paco Haghenbeck expondrá sobre “La enfermedad mental en la literatura”. Otros paneles reunirán a Mariana Travacio, Daniel Silva y Raúl Torre (“Psiquiatría y crimen”) y Cristina Manresa y Ernesto Mallo (“Cómo matan las mujeres, cómo matan los hombres”).

Además, habrá lecturas de cuentos policiales para lectores de 12 a 18 años en la Biblioteca Nacional, una exposición de historietas y dibujos de Danilo Guida, que se podrá ver durante todo el Festival en el Centro Cultural General San Martín, y performances teatrales.

Más información: www.elculturalsanmartin.org