Arrancó con el descubrimiento de América y los llamados cronistas de indias y siguió con la Colonia, en ambos casos se trató de una crónica de viajes que se daba en este Nuevo Mundo, en estos nuevos parajes: se describía a los habitantes y sus costumbres, los peligros que había que enfrentar y lo que había que hacer para vivir ahí. Algunos de estos cronistas, como Concolocorvo, autor del Lazarillo de los ciegos caminantes, publicado en la segunda mitad del siglo XVIII, advertía de las costumbres nefandas de los aborígenes argentinos y también de la excesiva cantidad de carne que consumían los gauchos, quienes podían matar una vaca sólo para comerse la lengua. Con la independencia siguieron los cronistas. A fines del siglo XIX, Lucio V. Mansilla publicó por entregas Una excursión a los indios ranqueles y, por esa misma época, el ingeniero y escritor francés Alfred Ebelot, encargado de construir la Zanja Alsina, mandaba crónicas sobre lo que ocurría alrededor de esa construcción a la revista francesa Deux Mondes, que finalmente compiló en el libro La pampa.
En los albores del siglo XX, el género se asentó a través de una crónica urbana y estilos muy variados y ricos: desde las aguafuertes de Roberto Arlt hasta las de los poetas modernistas (César Vallejo, Rubén Darío y José Martí), pasando por las crónicas impresionistas de Joaquín Edwards Bello. La historia de la literatura y la historia de los países latinoamericanos se hallan unidas a ella. Más adelante surgieron cronistas excepcionales: Rodolfo Walsh, Gabriel García Márquez, María Esther Gilio y Tomás Eloy Martínez. Y más recientemente una variada camada de cronistas de todas las nacionalidades, entre ellos el mexicano Carlos Monsiváis, el portorriqueño Edgardo Rodríguez Julia, el chileno Pedro Lemebel y la argentina María Moreno dieron a la crónica una voz personal, inconfundible.
Entre el periodismo y la literatura. Los vaivenes entre el relato y el periodismo han sido una constante en lo que hoy se conoce con la etiqueta de periodismo narrativo: mientras García Márquez y Martínez pusieron énfasis en lo periodístico, Lemebel, Rodríguez Julia y Moreno vieron la crónica como la expresión de una voz muy fuerte. Lemebel habló de “género bastardo”; Moreno, de la necesidad de dotarla del aspecto político. Sin embargo, en la actualidad el predominio de lo periodístico parece haber vuelto de la mano de la promoción que han hecho la Fundación Nuevo Periodismo Internacional (FNPI), creada por García Márquez, y la Fundación Tomás Eloy Martínez (FTEM). Siempre pasa algo con la crónica que invita a hacer una revaluación, como sucede con la publicación de El país del río, aguafuertes y crónicas, de Roberto Arlt y Rodolfo Walsh, ambientadas en el río Paraná. ¿Qué pueden tener en común estos dos autores? ¿Es el auge del periodismo narrativo la razón para publicar este libro o es el aniversario cuarenta del asesinato de Walsh? Antes de responder, es bueno situar la discusión y preguntarnos qué entendemos por crónica y qué por periodismo narrativo.
Hace un tiempo, el escritor y poeta trasandino Roberto Merino, autor de casi una decena de libros de crónicas y considerado por The Guardian como el secreto mejor guardado de su país, definía la crónica como la mezcla de recuerdo, relato y opinión. Según él, en todas las crónicas existía una ecualización donde predominaba una o la otra, de un modo similar a lo que había establecido Ezra Pound en relación con la poesía y la ecualización de la imagen, la musicalidad y la idea. Hoy Merino aclara lo que quiso decir en esos años: “Probablemente estaba tratando de explicar mis crónicas sobre Santiago. Se trata, por lo tanto, quizá, de una afirmación descriptiva, no prescriptiva; o sea, éste es un género que se resiste un poco a ese tipo de dictámenes, porque depende mucho de la situación en la que las crónicas se generan. Por ejemplo, es posible una crónica en la que se persiga la conciencia como fenómeno, y ahí no operarían de manera categórica las tres características señaladas”.
Alberto Salcedo Ramos y Andrés Felipe Solano son dos de los cronistas más sobresalientes de Colombia. Salcedo Ramos ha ganado varios premios, entre ellos el Premio de Periodismo Rey de España y el Ortega y Gasset. En Argentina circuló su libro El oro y la oscuridad. La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé; para él, el periodismo narrativo “es un género de profundo acento personal”, pero no por eso es acertado el uso excesivo de la primera persona, del yo: “El uso del ‘yo’ siempre ha sido válido, ni más faltaba, pero no siempre cabe. Si tu presencia en el relato no es algo que te pida la historia misma, me temo que estás abusando. Hay una gran diferencia entre usarse como parte de la trama porque eso se necesita, y hacerlo de manera gratuita, por mera vanidad. A estos últimos, según el poeta Juan Manuel Roca, no sería raro verles en un texto que se titule Yo y Platero”. Aclara que no siempre lo que a uno le sucede es de interés para los demás.
Aquí es donde se plantea la primera tensión en la crónica latinoamericana, porque no sólo para Salcedo Ramos se trata del vicio de la primera persona, sino también de que una de las principales gracias del periodismo narrativo, como él aclara, “no es sólo ampliar los datos que las noticias presentaron antes en forma escueta, sino también encontrar eso que Marc Weingarten, autor de la biografía del nuevo periodismo, llama ‘una verdad filosófica dotada de contenido emotivo’”. De este modo, la crónica, al ser rotulada como periodismo, ha sido situada como pariente del nuevo periodismo norteamericano, y por tanto se ubica dentro de los mass media, de las noticias o hechos de interés público; en este sentido, es necesario indagar con los elementos de la literatura para lograr esa “verdad filosófica”.
Merino no está de acuerdo con esa visión de la crónica, y ese choque de visiones se dio en un premio latinoamericano de crónicas en el que ambos fueron jurados. El chileno sostiene que “Salcedo Ramos considera que una crónica tenía como componente constitutivo la investigación, lo que en periodismo se llama el reporteo. Es el tipo de texto que él hace. Tuvimos que ponernos de acuerdo porque yo tenía en mente un formato distinto de crónica: una cuestión especulativa, digresiva, mental”. Las crónicas de Merino, que en Argentina se publicaron en el volumen En busca del loro atrofiado, indagan en una subjetividad, que no es lo mismo que un yo; en ellas hay minuciosas observaciones, epifanías, en las que queda en evidencia su formación como poeta. Tal como dice el cronista colombiano en el sentido de que no todo merece estar escrito en primera persona, para Merino no toda crónica amerita una investigación ni menos que esa investigación se vuelque en el texto.
La institucionalización. Sin embargo, la visión de Salcedo Ramos es la que se ha venido impuesto. Como él mismo dice, sin la FNPI “habría sido impensable la reactivación de la crónica, ya que puso el tema en la agenda, unió las voluntades que se necesitaban para impulsar esta nueva ola de cronistas, adiestró editores y narradores, nos puso a la vista muchos referentes. Además, ejerció una especie de feliz celestinaje, porque puso en contacto a maestros consagrados como Tomás Eloy Martínez con editores que venían despuntando, como Julio Villanueva Chang. De ese maridaje surgieron las revistas que luego generarían un hito con su manera de mirar la realidad”. Algunas de esas revistas fueron y son Etiqueta Negra, Soho y Anfibia.
¿Pero es posible que se esté institucionalizando un género, es decir, perdiendo su riqueza y estableciendo un modelo de escritura? Javier Sinay, autor de Sangre joven. Matar y morir antes de la adultez, por el que obtuvo el Premio Rodolfo Walsh en la Semana Negra de Gijón, cree que no debería haber problemas en admitir que hay una institucionalización, tal como tampoco lo es la etiqueta de periodismo narrativo. De todos modos, vale la pena preguntarse quién institucionaliza: “¿Son las fundaciones o los editores, que en definitiva son quienes deciden qué publicar y qué no? ¿O es un círculo en el que se influyen mutuamente?”. La institucionalización, en este sentido, no iría de la mano de la libertad del género, no hay un corsé, por así decirlo, ya que “sigue siendo un género libre. Un ejemplo: Missing (una investigación), de Alberto Fuguet, que es un libro que cruza soportes, estilos y géneros; pero siempre es una crónica”.
A tal punto les resta importancia a las denominaciones –crónica o periodismo narrativo–, que asegura que “si nos ponemos puntillosos, la raíz etimológica de las dos palabras es similar: una viene de la periodicidad; la otra, de cronos. Lo que interesa, en ambas, es que estamos escribiendo a través del tiempo, en el tiempo, contra el tiempo. Cuando un texto se publica en un medio de comunicación o utiliza las herramientas y las técnicas del periodismo, creo que es mejor hablar de ‘periodismo narrativo’. En cambio, cuando hablamos de ‘crónica’ nos permitimos algunas libertades; es casi como hablar de ‘no ficción’”.
Sentimiento de inferioridad. Fabrizio Mejía Madrid, autor de Nación TV: La novela de Televisa y de Un hombre de confianza, es un periodista mexicano que en su momento fue halagado por Carlos Monsiváis; para él, el cambio de denominación de la crónica puede ser visto desde dos ópticas. Por un lado, está de acuerdo con Sinay en el sentido de que periodismo narrativo y crónica son más o menos la misma cosa, pero lo que no es lo mismo es lo que lleva a rebautizar el género, ya que al rebautizarlo se convierte en una novedad, un acontecimiento, “única forma que conocen los medios de comunicación para poner atención sobre algo. Así pasó con ‘la novela de la frontera’ que pasó en México de ‘narconovela’ y hoy es ‘de la violencia’. Lo vemos con los objetos de consumo: con frecuencia la novedad es sólo el nombre o la envoltura”. Pero por otro lado, el cambio de nombre puede ser un complejo de inferioridad de los periodistas frente a los novelistas. Tienen que decir “narrativa” para no ser simples testigos que cuentan: “Además, usar la palabra ‘narrativo’ me hace sospechar que lo que voy a leer no es de alguien que fue a algún lugar a recoger su voz o a contar un viaje para los demás, sino alguien que quiere ‘experimentar con el lenguaje’”. Por eso mismo, Mejía Madrid prefiere el término crónica.
Por su parte, Liliana Villanueva, autora del libro de crónicas Sombras rusas y ganadora del Premio Casa de las Américas en la categoría de testimonio sobre esa gran entrevistadora uruguaya llamada María Esther Gilio, cree que la crónica sigue siendo un género muy libre “porque no exige la estructura circular y cerrada del cuento ni tampoco te impone ese matrimonio forzado de la novela. Yo, por ejemplo, trabajo la crónica como un relato lineal que me permite inclusiones: retazos de entrevistas, monólogos de las diferentes personas entrevistadas, definiciones de conceptos asociados al tema y hasta saltos temporales dentro de la necesaria linealidad del relato”. En cuanto a la primera persona, concuerda con Salcedo Ramos en que hay que tener el cuidado de que no ocupe el rol principal “para que no avasalle ni al tema ni a los personajes. No olvidar nunca que el cronista –como un buen director de teatro– debe abandonar el escenario y quedarse detrás de las bambalinas. Esto resulta difícil en algunos cronistas que han ganado cierto estrellato en el periodismo narrativo y se convierten en opinólogos moralistas”.
A diferencia de Villanueva y de Salcedo Ramos, Mejía Madrid no cree que exista una forma de escribir que no sea desde el yo, esto desde luego no implica que sea narrado desde primera persona. Ya Monsiváis y Elena Poniatowska llamaban a la generación de escritores y cronistas de Mejía Madrid a abandonar la primera persona, lo importante era la elección del punto de vista y desde ese punto de vista Rodolfo Walsh, de nuevo Walsh, es crucial. Ricardo Piglia advirtió que Operación Masacre no podía ser leída sin la política, “pero a mí de Walsh me interesa que prácticamente uno va leyendo expedientes policiales, confidencias, conjeturas para desentrañar lo que es el centro de la crónica en el siglo XX latinoamericano: una historia que confronta las ‘verdades oficiales’. Walsh disuelve el yo en el texto, pero él mismo es su creación: se inventa a sí mismo, de un despreocupado ajedrecista a un militante clandestino”. Esta operación literaria es opuesta a la de Truman Capote y al mito que se creó al enamorarse de un homicida para utilizarlo para su propia gloria: “Lo que digo entonces es que, a veces, no usar la primera persona gramatical es porque el yo del autor es demasiado extenso. En el uso de la primera persona hay también un truco de la verosimilitud: estás, y por eso el discurso de verdad es más fuerte”. En otras palabras, el yo puede abarcar mucho más que la primera persona.
En este punto no deja de llamar la atención la publicación de El país del río y el trabajo de Villanueva sobre María Esther Gilio (que se publicará primero en Cuba y luego en Uruguay y Argentina), se trata de tres figuras fuertes de la crónica latinoamericana, en especial del Río de la Plata. Si bien durante años los nombres de Leila Guerreiro, Cristián Alarcón, Josefina Licitra, Juan Villoro, Cecilia González, han encarnado la figura del cronista, con esas publicaciones parece estar poniéndose el ojo en el pasado, donde la crónica tenía otro carácter: una extensión del yo, en palabras de Mejía Madrid, y no del vicio de la primera persona, en palabras de Salcedo Ramos.
“Hay que formar lectores para este periodismo”
Victoria Rodríguez Lacrouts, directora ejecutiva de la FTEM, aclara que la institucionalización de este género, esto es del riesgo de la uniformidad, no es tal, al menos desde esta fundación. Primero, la promoción que se ha hecho se debe a “que Tomás Eloy Martínez fue uno de los grandes cultores del género en América Latina”. Pero las cosas han cambiado y el periodismo narrativo hoy, hay que reconocerlo, es una marca de autor, y esa marca le está haciendo mal al género porque “está poniendo al autor por encima de los textos”. De hecho, el decálogo del periodista que hizo Tomás Eloy Martínez, según Rodríguez Lacrouts, ha sido mal entendido, ya que “cuando decía que la firma –el nombre– es el principal capital de un periodista, eso no quería decir que el nombre del autor valiera más que el texto que escribe. Lo que señala es la responsabilidad de hacerse cargo de lo que se está escribiendo. Hoy la firma parece ser otra cosa, y tiene más que ver con el ego que con el compromiso con la verdad”.
La FTEM –que entre sus muchos cursos y talleres cuenta con la especialización en periodismo narrativo, cuyos contenidos son curados por Leila Guerreiro– entonces mal podría estar uniformando este género porque eso se produce “cuando se estandariza una forma” y esta fundación no promueve eso, porque trata de ir más allá de las recetas, más allá de los tips o “los secretitos” de escritura que sólo condimentan los textos. El contenido del programa de la especialización, sin ir más lejos, está muy enfocado a la lectura, “a comparar lecturas, y estos son procesos que acompañan la producción. Pero la lectura acá no pretende funcionar por imitación”, es decir, no se pretende enseñar a Joan Didion y determinar “qué procedimientos estilísticos utilizó para generarnos el impacto que generó la lectura… eso puede estar, claro, pero es un detalle dentro de algo más espeso”.
Por eso cree que “el periodismo narrativo tiene más que ver con una forma de mirar la realidad que se contagia en la escritura. En ese sentido la difusión del periodismo narrativo no sólo tiene que ser entre los periodistas que buscan perfeccionarse en el género, sino también entre los lectores”. Sin embargo, y pese al interés que despierta el periodismo narrativo entre los lectores, “los medios casi no publican este tipo de notas. Hay publicaciones-isla que se dedican a este tipo de periodismo, pero sigue siendo de nicho. Hay que buscar o formar lectores para este periodismo, entusiasmarlos tal como se entusiasman los que lo escriben”.