CULTURA
la sombra multiplicada

Estela de una leyenda

Sin lugar a dudas, luego de Felisberto Hernández y Juan Carlos Onetti, Mario Levrero se ha vuelto el más argentino de los escritores orientales. Con una obra que no termina de publicarse, su literatura sigue expandiendo el mito y justificando su prestigio.

Luminoso. De singular formación y estilo, Mario Levrero sigue atrayendo a los lectores por su espíritu visionario.
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Con la edición de la novela La máquina de pensar en Mario (Eterna Cadencia) y de Un silencio menos (Mansalva), donde Elvio Gandolfo introduce al lector en la mente del gran escritor uruguayo, el mundo levreriano puede ser comprendido mejor y, sobre todo, disfrutado mejor en la Argentina.
Polifacético como pocos de sus colegas orientales, Levrero se desempeñó como fotógrafo, librero, guionista, dibujante de cómics, quinielero y redactor en jefe de una revista de crucigramas, como si la versatilidad de quien en realidad se llamó Jorge Mario Varlotta Levrero fuese una profecía que luego tuviera que repetirse, como se repitió, en su extraña, despareja y hermosa obra.
Decimos despareja porque el desenfreno de La banda del ciempiés y la densidad de El discurso vacío están lejos del nivel que Levrero alcanzó en su exquisita Trilogía involuntaria, donde brilla con una luz fulgurante La ciudad, novela inicial del conjunto y materia prima para una road movie.
“La literatura es un tic burgués y se puede vivir perfectamente sin ella”, dijo a La Nación en octubre de 2010 Rodolfo Fogwill, muy pocos días antes de su muerte. En esa entrevista, el admirador de Felisberto Hernández elogió a Yuri Herrera, aseguró que prefería que sus nietos escucharan buena música antes de que leyeran a grandes escritores y, como si se estuviera anticipando a un tiempo que no le tocaría vivir, opinó: “Los militares son todos una mierda”. Pero lo que queda claro es que en su cabeza obsesiva y genial nunca hubo lugar para la complacencia. Y es por eso que las palabras de Fogwill respecto de Levrero, estampadas en la edición de bolsillo que de la Trilogía involuntaria realizó la editorial Sudamericana, adquieren tanto valor en perspectiva: “La literatura argentina se extiende 250 kilómetros más allá de la costa, o sea, llega a Montevideo, porque tiene que entrar Mario Levrero”.
Consultado por Perfil, el cantautor y poeta Fernando Cabrera, que está a punto de lanzar un disco de 15 canciones inéditas, declaró: “De su obra primero leí la Trilogía involuntaria. Y aunque su trabajo siempre me pareció de altísimo nivel, en un comienzo estuvo teñido de un tinte kafkiano que, con el paso del tiempo, Levrero fue abandonando para convertirse cada vez más en él mismo”.
Cabrera, a quien el narrador dedicó una columna en la extinta revista Posdata, declaró: “A pesar de que nunca charlé con él, sé que tuvo una vida con anécdotas muy peculiares ya que, además de redactar crucigramas, fue astrólogo y ajedrecista”.
Alguien que sí lo conoció personalmente fue el periodista Fermín Solana, quien antes de escribir en diarios como El Observador y en revistas como Rolling Stone, fue alumno del autor de La novela luminosa. “Levrero tenía toda una mística y era intrigante, pero estaba lejos de ser el último de los excéntricos”, asegura Solana. Y agrega: “Era directo, sencillo, práctico, amable, respetuoso, accesible, en ocasiones mordaz, y no escondía que adoraba a Kakfa y a Burroughs y que detestaba a Durrell y a Huxley”. Recordando su experiencia personal, Solana se vuelve más emotivo: “Yo entré con 23 años a su taller, en un momento turbio de mi vida y sin haber leído una sola oración suya; me dijeron que iba a ser complicadísimo hacerlo y, sin embargo, accedí, lo conocí y él siempre me incentivó a que me dedicara a escribir, pese a que aseguraba: ‘Levrero es escritor porque es lo único que puede ser’”. Finalmente, apunta: “En ese grupo de unos ocho alumnos, Levrero no hacía nada por capricho. Y mandaba ejercicios realmente interesantes, que consistían, por ejemplo, en escribir qué estabas haciendo un día como aquél pero quince años antes, o en salir a dar una vuelta a la manzana para elaborar un escrito en el que les dieras preponderancia a los sonidos que habías escuchado”.
Fumador empedernido, fanático de la hipnosis y del psicoanálisis, de las novelas policiales y, según ha revelado Gandolfo, de La Pequeña Lulú, Levrero fue un hombre que, gracias a la aparición de La máquina de pensar en Mario y de Un silencio menos, podemos apreciar como escritor y como persona con mayor hondura. Lo cual, dada la complejidad y la belleza de su obra, arroja como resultado una sombra que ya conocíamos y que, con el paso del tiempo, no ha hecho otra cosa que multiplicarse.
Una sombra que, por otra parte, como demuestra este paisaje del relato Alice Springs, tampoco ha parado de encantarnos con su mundo onírico, extraño y entretenido: “Me revolví en la cama. Tenía la imaginación enfebrecida y ya no podría dormir durante horas. Di vueltas y vueltas, resoplando y gruñendo, y fumando cigarrillo tras cigarrillo. Tenía que salir inmediatamente de allí. Mi hija estaba expuesta a ser pervertida en cualquier momento por un viejo con la pata de goma, y yo debía estar a su lado para protegerla. Con una espada luminosa que extraía de mi blanco plumaje atravesaba limpiamente el corazón perverso de un doctor Forster que brincaba desnudo en una sola pierna, y así me fui hundiendo en el sueño”.
Más que “un raro”, un clásico que podremos seguir saboreando este mes, en el que Mondadori publica Diario de un canalla y Burdeos, 1972.